El decir de las piedras. Discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua

Eduardo Matos Moctezuma

El 14 de mayo de 2015, en el Auditorio Jaime Torres Bodet del Museo Nacional de Antropología, el arqueólogo Eduardo Matos Moctezuma leyó su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua. La respuesta estuvo a cargo del doctor Miguel León-Portilla, decano de esa institución. Al final del acto le fue impuesta la venera correspondiente y el diploma que lo acredita como nuevo miembro de la Academia, en la que ocupa la silla XV. El acto estuvo presidido por el doctor Jaime Labastida, director de esa institución.

 

Cinco personalidades han ocupado la silla XV. El primero de ellos fue don José María Vigil, quien fuera segundo bibliotecario y cuarto director de la Academia durante el lapso que va de 1881 a 1909. Le siguieron don Balbino Dávalos, don Agustín Aragón, don Daniel Huacuja y el último fue el recordado don José Moreno de Alba, distinguido lingüista y filólogo a quien tuvimos el infortunio de perder el 2 de agosto de 2013. El ocupar hoy la silla XV conlleva para mí una enorme responsabilidad, ya que muchos fueron los aportes de sus anteriores ocupantes y en particular del doctor Moreno de Alba, quien estuvo al frente de esta Academia durante varios fructíferos años. Ocupó también la dirección del Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la Universidad Nacional Autónoma de México y fue miembro correspondiente de diversas academias, como la Cubana, Norteamericana, Guatemalteca y Nicaragüense. A él se deben destacadas investigaciones que lo llevaron a recibir, entre otros reconocimientos, el Premio Nacional de Ciencias y Artes en la rama de Lingüística y Literatura en 2008.

A todos ellos dedico mis palabras de ingreso.

Quiero hacer extensivo mi agradecimiento a quienes me propusieron como candidato para ingresar a esta corporación: a la doctora doña Concepción Company Company, al doctor don Miguel León-Portilla, quien además aceptó responder mis palabras, al doctor don Fernando Serrano Migallón y a todos los miembros de la Academia Mexicana de la Lengua, que con su voto unánime hicieron posible que hoy estemos reunidos en este recinto en donde el pasado y el presente se conjugan como parte de nuestra historia.

El lenguaje, la palabra, el decir que busca expresar en el pasado el pensamiento y el sentir del hombre que fue, ya de manera oral o escrita, ya con pictografías o en obras plenas de simbolismos, en fin, en cualquiera de sus formas, viene a constituirse en singular medio de comunicación por el cual se transmiten las más variadas formas del pensar humano que nos permiten penetrar en el pasado y en el presente, en la realidad y en los mitos, en lo visible y lo invisible, en arcanos insondables que esperan ser leídos para revelarnos su contenido y transformarse, así, en historia.

Hoy voy a acudir a tres expresiones pétreas que fueron elaboradas por un mismo pueblo: el mexica. Las tres esculturas a que haré referencia tienen un común denominador: son portadoras de antiguos pensamientos; van más allá del tiempo de los hombres para irrumpir en el ámbito de los dioses. Desde esta perspectiva son intemporales, como los dioses mismos. Son los mitos los que nos remontan a los comienzos del tiempo y el espacio, a luchas ancestrales en donde los dioses, beligerantes a veces, benévolos en ocasiones, dan paso mediante sus acciones a diversos actos de creación y destrucción, de nacimiento y muerte, de principio y fin, que son otras tantas expresiones del hombre mismo. El hombre, creador por excelencia, ha puesto en manos de los dioses su propio poder creador. Así, los dioses son una extensión del hombre y es por ello que aman y odian, gozan y sufren, nacen y mueren…

Los tres ejemplos a los que acudo son muy conocidos. Representan al Sol, la Luna y la Tierra, trilogía sagrada unida entre sí que encierra mucho del universo de aquel pueblo, que rindió culto a los astros y que los deificó de manera tal que sus atributos quedaron plasmados en diversas expresiones artísticas. Para hacer posible su interpretación y leer los datos de que son portadores estos documentos de piedra es necesario acudir a la arqueología, las fuentes históricas y la historia de las religiones, todo ello inmerso en la estética presente en su contenido. Recordemos que mientras en ellos el indígena veía mitos y dioses, los frailes veían demonios. Rescatemos el pensar de los primeros…

 

La Piedra del Sol

Hallada el 17 de diciembre de 1790 en la Plaza de Armas de la ciudad de México, con motivo de las obras que ordenó realizar el segundo conde de Revillagigedo, fue trasladada y empotrada en la torre poniente de la Catedral, en claro contubernio con los ángeles cristianos, pese a ser considerada piedra de sacrificios según las palabras del segundo arzobispo de la Nueva España, don Alonso de Montúfar, quien a mediados del siglo xvi había mandado enterrarla en el mismo lugar en donde había permanecido tirada después de la conquista, es decir, cerca de la esquina sureste de la Plaza Mayor y de la acequia que por allí pasaba. ¿Cuáles fueron las razones que llevaron a tan ilustre personaje a tomar esa determinación? La respuesta nos la brinda el dominico fray Diego Durán, cuando señala en su Historia de las Indias de la Nueva España e islas de la Tierra Firme: “De donde, el ilustrísimo y reverendísimo don fray Alonso de Montúfar […]  mandó enterrar [la piedra], viendo lo que allí pasaba de males y homicidios, y también a lo que sospecho, fue persuadido la mandase quitar de allí, a causa de que se perdiese la memoria del antiguo sacrificio que allí se hacía…” (Durán, 1951).

La Piedra del Sol es el monumento más estudiado, sin lugar a dudas, a lo largo de más de dos siglos de haber sido encontrado. Al estudio inicial emprendido por don Antonio de León y Gama, quien la consideraba útil para la astronomía, la cronología y la gnomónica, además de pensar que pudo haber funcionado como reloj, le siguió el trabajo de Alejandro de Humboldt publicado en su Vistas de las cordilleras y monumentos de los pueblos indígenas de América, en donde el sabio alemán lo compara con diversos calendarios de otros tantos pueblos. A partir de aquel momento fueron muchos quienes nos sentimos atraídos por la magnitud de su presencia. Los nombres de Alfredo Chavero, Ezequiel Ordóñez, Enrique Juan Palacios, Hermann Beyer, Alfonso Caso,  Roberto Sieck Flandes, Doris Heyden, Carlos Navarrete, Cecilia Klein, Rubén Bonifaz Nuño, Michel Graulich, Ariane Fradcourt, Felipe Solís y yo mismo, entre muchos más, no pudimos resistir el interés del preciado monumento, cuyos análisis nos informan de su carácter marcadamente solar. 

Para comprender mejor lo que la escultura representa, veamos las diferentes facetas por las que pasa el Sol en su transcurrir por el firmamento. Son tres los puntos en los que el Sol, Tonatiuh, pasa a lo largo de este recorrido: primero, como Huitzilopochtli, el joven guerrero que es parido por la tierra en el oriente para elevarse por el cielo, acompañado de guerreros muertos en combate o sacrificio que entonan cantos de guerra. El oriente representa el rumbo masculino del universo. Al llegar el mediodía da paso al Sol del centro, cuyo rostro es, precisamente, el que emerge en la parte central del monumento. Tiene un cuchillo de sacrificios que sale de la boca. Su contraparte en sentido vertical es el inframundo pero al mismo tiempo sirve de parteaguas entre el este y el oeste. Después se transforma en el Sol del atardecer, el Sol descendente, Tzontémoc, que será acompañado por mujeres guerreras muertas en el primer parto, indicadoras del rumbo femenino del universo. Es aquí donde el Sol será tragado por la tierra para pasar al inframundo. Se establece así el continuo movimiento del astro expresado de tres maneras diferentes, conforme al atributo que le corresponde en cada uno de sus pasos por la bóveda celeste. Pero ya en el interior de la tierra va a alumbrar el mundo de los muertos y va a revestir un aspecto importante, pues estamos ante un rito de paso por medio del cual la matriz de la diosa de la Tierra, convertida en inframundo o Mictlan, será el lugar en que se genere el Sol que será parido cada mañana. A esto parece referirse el Códice Borgia cuando en una de sus láminas muestra al gran Sol Nocturno, al que haremos alusión más adelante.

Ahora bien, el movimiento que ocurre desde el orto hasta el ocaso va a cobrar presencia en la forma de las pirámides, que obedece a este movimiento constante con una línea oblicua que asciende para llegar a su parte más alta, en donde se da la conjunción del hombre con la divinidad por medio del sacrificio, para luego descender de manera paulatina hacia el poniente. Esto se hace más patente en aquellos edificios que por sus características representan el centro del universo, llámense Pirámide del Sol o de la Serpiente Emplumada en Teotihuacan, o los templos mayores de Tenochtitlan y Tlatelolco, por ejemplo. Orientada su fachada principal hacia el poniente; asociados al sacrificio y a la fertilidad; con una enorme plataforma que los circunda y con su simbolismo de montañas sagradas que se ubican sobre la cueva que lo mismo significa lugar de donde nacen pueblos como la entrada al mundo de los muertos, estas construcciones van más allá de la pura presencia de un templo para convertirse en centro universal del pueblo que las erigió. Es el centro fundamental en que se unen los niveles celestes y el inframundo y de allí parten los cuatro rumbos universales. Es el centro de centros, en donde convergen las distintas fuerzas del universo. Más aún, es el lugar en donde se expresan algunos de los mitos que nos remontan in illo tempore. 

Pero hablemos del contenido de la escultura. En ella vemos la aprehensión del tiempo mexica. En sus relieves se expresan mitos cosmogónicos como el de las edades o soles, que vemos presentes en los cuadretes que rodean el rostro central de la piedra que representa a Tonatiuh, el Sol. Fueron cuatro los soles por los que pasó el mundo en los que los dioses intentaron crear al hombre y el alimento que había de sustentarlo. Diferentes versiones existen acerca del orden en que acontecieron estas edades, pero tanto en la Leyenda de los Soles como en la Piedra del Sol vemos que el primero fue el Sol 4 viento (si seguimos a la inversa las manecillas del reloj), el cual fue arrasado por el aire y aquellos seres creados se convirtieron en monos y su alimento fue el acecentli o maíz de agua. El siguiente fue el  Sol 4 lluvia de fuego en que todo se quemó y los seres se volvieron guajolotes; su alimento fue, según la Historia de los mexicanos por sus pinturas, el cincocopi.  Le siguió el Sol 4 agua, y se dice que hubo 52 años de inundación que todo lo destruyó y los hombres se convirtieron en todo género de peces. Finalmente, tenemos el Sol 4 jaguar, durante el cual los hombres fueron devorados por las fieras y su alimento eran bellotas de encina. Ésta es, pues, la concepción que el mexica tenía del devenir del universo. Ahora bien, el conjunto mencionado junto con el rostro central forma a su vez el símbolo ollin (movimiento) que denota el cambio constante a que está sujeto el mundo y que corresponde al Quinto Sol, momento en que se logrará la presencia plena del hombre nahua y el alimento que lo sustentará: el maíz.

Rodea estas cuatro edades o soles un círculo que contiene los 20 días del calendario mexica, es decir, que expresan un mes. Deben leerse, al igual que los cuatro soles, a la inversa de las manecillas del reloj y comienza con el día cipactli. Rayos solares en forma de triángulos surgen del astro para alumbrar la tierra. Le sigue una banda con pequeños cuadros con la figura de quincunces, cinco elementos, que indican el centro. De ella también salen rayos solares. Finalmente y rodeando completamente al Sol, están las dos serpientes de fuego que lo envuelven y que a su vez lo transportan por el firmamento del oriente hasta el poniente. Esto hizo pensar a don Alfredo Chavero que la posición de la piedra debió de ser horizontal y no vertical como se nos presenta. Creo que tiene razón. Por otra parte, los colores ocre y rojo con que estuvo pintada la escultura en su mayor parte determina de manera significativa su carácter ígneo, solar. Un glifo 13 caña se encuentra en el lugar de donde arrancan las dos serpientes de fuego, el que puede tener dos acepciones: referirse a la fecha de su elaboración en el año de 1479, lo que nos remonta al gobierno del tlatoani Axayácatl, quien gobernó Tenochtitlan entre 1469 y 1481, o indicar el surgimiento del Quinto Sol como leemos en los Anales de Cuauhtitlan: “…en este año 13 acatl nació el sol que hoy va creciendo; que entonces amaneció y apareció el sol de movimiento, que hoy va creciendo, signo del 4 ollin. Este sol que está, es el quinto, en el que habrá terremotos y hambre general” (Códice Chimalpopoca, 1975, p. 5). Lo anterior augura que este Sol, en el cual hoy vivimos, también habrá de desaparecer.

Todo lo anterior me llevó a decir acerca de esta escultura:

Hemos transitado a través del tiempo para encontrarnos frente a un monumento que es el tiempo mismo, el tiempo petrificado. No de otra manera podemos referirnos a esta escultura en que el artista anónimo que la esculpió dejó grabada de manera prodigiosa toda la cosmovisión de un pueblo adorador del Sol. Cuatro fueron los soles o edades por las que había pasado la humanidad antes de su creación definitiva. Fueron cuatro intentos en que la lucha entre los dioses dio paso a cada una de las creaciones para, a su vez, ser destruida e iniciar el combate cósmico con el que, poco a poco, se iba perfeccionando la obra de los dioses. Esta acción de creación-destrucción, esta concepción dialéctica de un universo que se expresaba a través de la dualidad y en constante cambio y transformación quedó plasmado en la piedra con el surgimiento del Quinto Sol, el Sol del hombre nahua, el Nahui-Ollin que cobraba forma magnífica en esta piedra que, a poco más de doscientos años de haber vuelto a surgir, aún se resiste a entregarnos todo su contenido ancestral.  Capricho de los dioses, dirán unos; medianía de los sabios, diría yo, pues la piedra resiste el tiempo y los embates de quienes quisiéramos penetrar en sus misterios pétreos y nos quedamos detenidos, absortos, en el umbral de lo desconocido (Matos, 1992, 2004).

 

Coyolxauhqui, la Luna

Encontrada casualmente por obreros de la Compañía de Luz y Fuerza del Centro, en la madrugada del 21 de febrero de 1978, en la esquina de las calles de Guatemala y Argentina, este monumento nos muestra su carácter lunar por medio de la figura femenina de una deidad muerta, desmembrada y decapitada, cuyo cuerpo tiene un movimiento impresionante, atrapado dentro de un círculo que más que limitar, concentra.

La lectura de esta representación no puede hacerse sin tomar en cuenta todo el contexto en que fue hallada. Ubicada en la plataforma que sostiene al Templo Mayor del lado de Huitzilopochtli, la escena nos transporta al mito que nos dice cómo la diosa de la tierra en su faceta de paridora de dioses, Coatlicue, hacía penitencia en el cerro de Coatépec. Un día tomó un plumón blanco y lo guardó en su seno, quedando así embarazada. Cuando sus otros hijos se enteraron de aquel embarazo misterioso se indignaron y acordaron ir a Coatépec para matar a su madre. Encabezados por Coyolxauhqui, la Luna, y los cuatrocientos huitznahuas, las estrellas del sur, conforme a la interpretación de Eduard Seler, marchan en escuadrones para cometer el matricidio. No tomaron en cuenta que quien estaba en el vientre de su madre era, ni más ni menos, que el dios solar y de la guerra, el belicoso Huitzilopochtli. Éste es avisado de lo que pretenden sus medios hermanos y se prepara para nacer y combatirlos. El portento ocurre y el dios solar es parido por el oriente por su madre la Tierra, armado con la serpiente de fuego o xiuhcóatl, que puede interpretarse como el rayo matutino que habrá de eclipsar a la Luna y las estrellas. Con ella ataca a sus enemigos y el fratricidio se cumple. Veamos como lo dice el mito, en traducción de Miguel León-Portilla:

Luego con ella hirió a Coyolxauhqui,

le cortó la cabeza,

la cual vino a quedar abandonada

en la ladera de Coatépetl,

montaña de la serpiente.

El cuerpo de Coyolxauhqui

fue rodando hacia abajo,

cayó hecho pedazos,

por diversas partes cayeron sus manos,

sus piernas, su cuerpo.

Entonces Huitzilopochtli se irguió,

persiguió a los 400 Surianos,

los fue acosando, los hizo dispersarse

desde la cumbre del Coatépetl, la montaña

de la culebra.

Y cuando los había seguido

hasta el pie de la montaña,

los persiguió, los acosó cual conejos,

en torno a la montaña.

Cuatro veces los hizo dar vueltas.

En vano trataban de hacer algo en contra de él,

en vano se revolvían en contra de él

al son de los cascabeles

y hacían golpear sus escudos.

Nada pudieron hacer,

nada pudieron lograr,

con nada pudieron defenderse.

Huitzilopochtli los acosó, los ahuyentó,

los destrozó, los aniquiló, los anonadó.

Pero ¿por qué se representa aquel personaje como mujer, decapitada y desmembrada? La mujer se  identifica con la Luna porque el ciclo por medio del cual se va transformando dura más o menos lo mismo que el ciclo menstrual. Además, las fases propias de la Luna al transformarse de Luna llena a cuarto menguante y cuarto creciente la presentaban, a los ojos humanos, como una figura factible de desmembrarse, a diferencia del Sol, que permanece intacto en todo su recorrido. Por otra parte, la Luna desaparece del firmamento durante tres días, en que muchos pueblos consideraban que moría para volver a resucitar. Tiene, además, el color de las conchas y caracoles con un tono nácar, y bien sabemos que tanto la Luna como conchas y caracoles se identificaban con fertilidad. Más aún, la existencia del calendario lunar de 260 días basado en el movimiento del satélite corresponde, en términos generales, al ciclo que dura el embarazo en la mujer. Habría que añadir su relación con el conejo que se observa en la Luna y su asociación con el pulque y la fertilidad. No es raro, pues, que diversas religiones asocien a la mujer con los poderes de la noche, la fertilidad y en particular con la Luna, llámese Isis, Selene o María. Coyolxauhqui no fue la excepción. Su carácter nocturno y su cuerpo destrozado después de la batalla contra el sol ascendente, Huitzilopochtli, es muestra del diario combate entre los dos astros, del que salen triunfantes los poderes diurnos, masculinos, en una sociedad en que estos valores tienen presencia determinante. Otro tanto ocurre con los eclipses, en donde una vez más se da el enfrentamiento entre ambos dioses.

Pero atendamos algo más de esta escultura. Impresiona su grandiosidad, revelada por el movimiento que ofrece el cuerpo, encerrado en un círculo que, como dijimos, no limita sino que concentra. Brazos y piernas dan un sentido de rotación, como si fueran aspas que imprimen movimiento, las que, por cierto, guardan un equilibrio impresionante junto con la cabeza y el cuerpo. Sin embargo, cada miembro, cada elemento labrado adquiere una presencia autónoma. Ninguno se destaca más que otro. El escultor anónimo bien se cuidó de mantener ese equilibrio entre el todo y las partes para lograr ante el espectador el efecto deseado: la muerte en guerra y la derrota de los símbolos nocturnos en la imagen de la deidad lunar…

Veamos la impresión que provoca en un espectador de nuestros tiempos el mito actualizado en el Templo Mayor:

Sin la ayuda protectora del enigma, la visión es insoportable: a pleno sol, la luna muerta; ahí, desnuda, abierta sin pudores ni secretos. De la revelación del misterio nace la tragedia. La piedra me apedrea, me aplasta, me sofoca. De cara a Coyolxauhqui muerta, me agobia la evidencia y sólo encuentro redención y escapatoria en la belleza: por no sé qué prodigios, este cuerpo desbaratado vive a pesar de su muerte contundente, no porque no haya muerto del todo, sino porque no ha muerto para siempre: vendrá la noche y la luna recobrará el misterio descifrado y yo, acaso, la respiración perdida (Celorio, 2013, p. 13).

 

Eduardo Matos Moctezuma. Maestro en ciencias antropológicas, especializado en arqueología. Fue director del Museo del Templo Mayor, inah. Miembro de El Colegio Nacional. Profesor emérito del inah.

 

Matos Moctezuma, Eduardo, “El decir de las piedras. Discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua”, Arqueología Mexicana núm. 134, pp. 22-33.

 

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