El jardín de Itztapalapa

Ana María L. Velasco Lozano

En Iztapalapa, ciudad “mitad en el agua y mitad en tierra firme”, había palacios, parques y chinampas. En sus jardines -donde todo estaba bien labrado, encalado y pintado, con andenes y muros entre los sembradíos- había estanques con diversidad de plantas y animales: un universo planeado, domesticado y refinado.

 

La ciudad de Itztapalapa (Iztapalapa o Ixtapalapa, según diversos autores) está situada en la ribera sudoccidental de la antigua Cuenca de México. Fue fundada estratégicamente en la falda septentrional de la península serrana de Santa Catarina, junto al cerro denominado Huizachtitlan (hoy cerro de la Estrella), y dividía las aguas dulces de Xochimilco y Chalco de las saladas de Tetzcoco y, junto con el albadarrón atribuido a Nezahualcóyotl, las no tan salobres de México-Tenochtitlan. Fue construida mitad en el agua, mitad en tierra firme, al igual que otras ciudades lacustres precortesianas de tradición chinampera, en donde el espacio se organizó de acuerdo con su cosmovisión, en estrecha interdependencia con el ecosistema acuático, sin descartar otros del entorno (bosques, matorrales y praderas), que también fueron aprovechados racionalmente.

La historia prehispánica del territorio de la antigua Itztapalapan se encuentra ligada a los antiguos señoríos de Culhuacan y Mexicalcingo, de los linajes tolteca-chichimeca y mexica. Tuvo alianzas y discordias con sus vecinos chinampanecas del sur (Xochimilco, Chalco, Cuitláhuac y Mízquic) y durante el periodo del gran señorío mexica mantuvo con esta población estrechos vínculos políticos, familiares y tributarios, al constituir una especie de confederación o nauhtecutzin con Huitzilopochco, Mexicalcingo y Culhuacan. Así, colaboraban en tareas comunales como ir a la guerra , tributar con trabajo o en especie y realizar distintas ceremonias y rituales. Este vínculo continuó incluso durante un periodo de la Colonia, al conformar el corregimiento de Mexicalcingo, que estaba encomendado a la ciudad de México.

Entre las cosas que impresionaron a los españoles a su llegada a la Cuenca de México, según narran tanto Hernán Cortés como Bernal Díaz del Castillo, está la calzada de “Estapalapa”, que comunicaba el lugar con México-Tenochtitlan, “tan derecha”, ancha (“como dos lanzas”), “muy bien obrada” (“que pueden ir por toda ella ocho a caballo”), construida sobre el nivel del agua, así como “tantas ciudades y villas pobladas en agua y tierra firme”, que a Díaz del Castillo le parecían “cosa de encantamiento como se cuenta en el libro de Amadís" (1968, p. 147).

 

El jardín del señor de Itztapalapa

Ya en Itztapalapa, adonde fueron conducidos los conquistadores para retrasar su encuentro con el gran tlatoani del imperio mexica. se les invitó a visitar la huerta o jardín del señor de Itztapalapa, Cuitláhuac II, su anfitrión y hermano menor de Motecuhzoma Xocoyotzin. Díaz del Castillo (ibid.) quedó maravillado de lo que observó; relata que esta huerta era “como cosa jamás soñada, con su diversidad de árboles y los olores que cada uno tenía”, con sus andenes “llenos de rosas [expresión genérica de esa época aplicada a diversas flores, ya que no había rosas en América antes de la Conquista] y flores y de los muchos frutales y rosales [árboles floridos] de la tierra”. Sobre todo se sorprendió, pues no había visto algo así, con el canal y las grandes canoas, “que desde el lago podían entrar en el vergel”, lo que permitía disfrutarlo sin que sus pasajeros se apearan a tierra firme.

Allí mismo se hallaban varias mansiones reales, “como las mejores de España”, algunas en construcción, con corredores “muy hermosos”, salas, cuartos altos y bajos, terrazas con sus toldos de algodón finamente trabajados y otros jardines “muy frescos”, además de varios estanques. Todo estaba “muy encalado y lucido con muchas maneras y pinturas que había arto que ponderar”. A Cortés y Díaz del Castillo, y corroborado también por Solís, les pareció magnífica la gran alberca de agua dulce:

…muy cuadrada y las paredes de ella de gentil cantería, y alrededor de ella un andén de muy buen suelo ladrillado, tan ancho que pueden ir por él cuatro paseándose; y tiene de cuadra cuatrocientos pasos, que son en torno mil y seiscientos; de la otra parte del andén hacia la pared de la huerta va todo labrado de cañas con unas vergas, y detrás de ellas con todo de arboledas y hierbas olorosas, dentro de la alberca hay mucho pescado y muchas aves, así como lavancos y zarcetas [cerceta] y otros géneros de aves de agua, tantas que muchas veces casi cubren el agua (Hernán Cortés, 1967, p. 41; Segunda Relación, 30 de octubre de 1520).

Cuitláhuac, al igual que otros tlatoanis como Motecuhzoma y Nezahualcóyotl, poseía este parque, idóneo “para encontrar alivio a su trabajo”, pues entre los pasatiempos reales estaba plantar “vergeles y florestas, donde ponían todos los árboles de flores” (Sahagún, 1989, p. 509). Además, jugaba a la pelota, al patolli, e iba de cacería al Huizachtépetl, que seguramente formaba parte de este jardín, donde había “ciervos, corzos, liebres, zorras, lobos” y otros animales de caza.

La predilección del tlatoani de Itztapalapa y de otros nobles por las florestas (“amenas y frescas”), los huertos y bosquecillos -según dice Durán-, se debía a que eran propensos “al refrigerio y deleite ele las rosas”. Esto no sólo lo hacían cotidianamente, sino que había fiestas especiales para este disfrute. Así, en la “pequeña fiesta de los señores” (tecuilhuitontli) había un “repartimiento de rosas” entre los señores, que ni siquiera salían de sus casas, “ni entendían en cosa alguna… [sino que sólo estaban sentados] cercados de rosas, tomando una y dejando otra” (Heyden, 1995, p. 112; y Durán, 1995, vol II, p. 263). Según Cervantes de Salazar (en sus Diálogos, citado por Nuttall, 1956. p. 294), esto se debía a que “poseían un gusto delicado por la jardinería” y tenían predilección por las hierbas medicinales y las flores olorosas, que deleitaban con su fragancia mañanas y ocasos. Para algunos autores, estos huertos no tenían “granjerías”, ya que este tipo de actividades “lucrativas” sólo eran para “esclavos o mercaderes”. Por ello descartan que las plantas alimenticias fueran sembradas en estos jardines, lo que en mi opinión no es sostenible, pues muchas de éstas, además de sembrarlas debido a sus propiedades curativas, por tener flores bellas “de buen parecer” o de “delicado olor”, eran ejemplares singulares con características especiales (plantas de maíz de razas extranjeras o de más de una mazorca), o foráneas procedentes de tierra caliente (frecuentemente aclimatadas o sembradas en nichos especiales, como podrían ser los árboles de pochote, Ceiba pentandra, o la ansiada cacaloxóchitl, Plumeria rubra). Otras alimenticias eran las ricas flores del colorín o tzonpancuáhuitl (Eritrina americana): el bulbo comestible de la oceloxóchitl (Tigridia pavona); las semillas de la roja inflorescencia del michhuauhtli (Amaranthus hipochondriacus); las vainas del mezquite (Prosopis juliflora) o del huaxi o guaje (Leucaena esculenta). Entre los múltiples usos de plantas y flores -elaboración de medicinas, adornos, ofrendas, etc.- estaba también el de la preparación de distintos guisos y aderezos para diversos actos y ceremonias (la mezcla ele la semilla molida del amaranto con miel de maguey servía para fabricar el tzoalli, masa usada para elaborar platillos ceremoniales y las figuras de los dioses). Dichas plantas incluso eran objeto de cuidados y ritos propiciatorios por parte de los jardineros reales, para que se diesen “a sazón”.

 

Ana María L. Velasco Lozano. Maestra en etnología con especialidad en etnohistoria. Investigadora en la Dirección de Etnología y Antropología Social del INAH. Miembro del Proyecto de Investigación Antropológica Cerro de la Estrella.

 

Velasco Lozano, Ana María L., “El jardín de ltztapalapa”, Arqueología Mexicana núm. 57, pp. 26-33.

 

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