El robo del fuego

Elisa Ramírez

Hace casi una década iniciamos una sección de mitos y cuentos indígenas en Arqueología Mexicana, donde antes ya había publicado otros relatos y textos. Mucho ha llovido desde entonces.

Retomamos ahora con gusto el tema y aclaramos: los relatos que enviaremos fueron recopilados por etnólogos, lingüistas y demás investigadores en el siglo XX: postrimerías del XIX y principios del XXI. No utilizaremos, sino excepcionalmente, fuentes antiguas –para hacer comparaciones–; tampoco versiones de literatos escritas a partir de fuentes históricas o etnográficas, ni textos de escritores contemporáneos en lenguas indígenas. Añadiremos a esta sección otras formas verbales de la tradición oral: poesía, cantos, rezos, testimonios.

Pocos son los ejemplos recopilados durante este periodo que narran de forma ordenada y completa la creación, desde una nada inicial, como el Génesis bíblico o el Popol Vuh. Los mitos y cuentos indígenas siempre muestran, además, la influencia cristiana u occidental con la que han convivido hace más de 500 años. Los relatos en lenguas ko’lew, wirrárica, od’am, lacandona son más extensos y ricos; ya hemos publicado mitos de esas etnias y un largo relato tzotzil, recopilado por Gary Gossen: “Las primeras personas” (núm. 88 y otros).

En los ciclos narrativos de la tradición oral indígena mexicana, el primer relato mítico suele contar cómo se obtuvo el fuego. Antecede al mito que cuenta cómo nacieron el Sol, la Luna y los astros. El fuego casi siempre es robado: algún personaje díscolo –no sabemos de dónde lo sacó– se niega a compartirlo. El ladrón del fuego lleva en el cuerpo la marca del hurto. El tlacuache es el ratero más frecuente –de allí su cola pelona y su bolsa–, aunque también el colibrí, el zorro y el tigre lo roban a veces –de allí el pico rojo, el cuero flameado o las marcas del tizón en el pelaje. Excepcionalmente, es un don que hacen los dioses a los hombres.

En los mitos, el primer amanecer anuncia la llegada del tiempo tal y como lo conocemos ahora. El mundo se seca, cuaja, se convierte en lo que es: sin capacidad, ya, de ser modificado. A partir de ese momento comienza el cómputo calendárico del tiempo, se pierde para siempre la capacidad de hablar el lenguaje de los animales, de comunicarse directamente con los dioses, de cambiar según los accidentes o acciones primigenias. Termina el tiempo mítico: se fijan las características físicas y anímicas distintivas de cada pueblo y especie: voces, plumajes, modos de ser, territorios, habilidades y carencias.

En los relatos de algunas lenguas, el fuego debe recuperarse tras el diluvio. Los sobrevivientes enfadan a los dioses por ahumar el cielo y manchar el horizonte límpido –al menos así se narra en totonaco, tepehua y mixe–, por lo cual son castigados y convertidos en animales; puede saberse que antes fueron humanos porque tienen cinco dedos. También es tepehua una versión con elementos indígenas y cristianos, donde el tlacuache se roba el fuego justamente en Navidad, puesto que el recién nacido siente frío en el establo de Belén. Es frecuente que Cristo y Sol sean equivalentes en los mitos y relatos de nuestro país.

Los judíos iban a pedir una muchacha; pero al lado de su casa vivía un carpintero. Éste les entregó unos palitos a los judíos para que los hicieran florecer, diciéndoles que en caso de que lo lograran se casaría con ella. Los judíos no pudieron y entonces el carpintero le pidió a ella que los tomara en sus manos y los palitos florecieron.

El carpintero se casó con la muchacha y se fueron del lugar. Llegaron a un mesón pero el dueño les dijo que durmieran donde estaban las bestias, donde había mucha suciedad. Aceptaron y durmieron bajo un árbol cercano. Al amanecer, el dueño del mesón sintió mucho frío y miró que en el árbol cercano había una especie de casa muy bonita. Y se murió el mesonero.

A esa casa bonita llegaron todos los animales. Habló el tlacuache y supo que el niño tenía frío. Corrió a la casa donde una señora tenía lumbre, y la cogió con su cola. Regresó donde estaba el niño, que era un santito, e hicieron fuego. Desde entonces al tlacuache le quedó la cola pelada. Y le dijeron que tendría sus hijos en una bolsa y los vería grandes, cargándolos hasta que fueran mayores.

Los judíos buscaban al niño. Llegaron a una fonda donde estaba junto con otros santos, y pidieron a la fondera que les señalara quién era el niño. Ella así lo hizo porque no sabía para qué  lo querían. Para señalarlo nada más le tocó la ropa y le retiró un poquito el plato. Los judíos reconocieron al niño y luego lo siguieron, lo encarcelaron y mandaron a construir una cruz. El mismo niño ayudó al encargado de construirla. Fue crucificado. Pusieron de guardias al gallo, al tecolote y al tapacamino para que avisaran la hora en que se fuera a levantar. También hicieron un gran corral para que no se saliera. Cuando salió de don- de lo habían enterrado, el tapacamino dijo: —Caballero, caballero—, y también el tecolote empezó a cantar. El gallo lo hizo más tarde. Cuando los judíos llegaron ya el Sol estaba muy arribita. El Sol alumbraba mucho y quemaba bastante. La gente habló a las estrellas y éstas le cortaron el dedo anular de cada mano [al sol]: de la sangre que cayó brotaron todas las clases de plantas.

Tomado de Roberto Williams García, Mitos tepehuas, pp. 67-68. Recopilado en Pisaflores, Veracruz.

 

Elisa Ramírez. Socióloga, poeta, escritora para niños y traductora. Colaboradora permanente de esta revista.

 

Ramírez, Elisa, “El robo del fuego”, Arqueología Mexicana núm. 140, pp. 14-15.

 

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