Hominización, humanización, planetización. Segunda parte

Xabier Lizarraga Cruchaga

La hominización y la posterior humanización nos narran una intrincada y dinámica historia que no puede ser entendida sólo en términos de los personajes mismos –los homínidos, hoy sólo adivinable a partir de algunos restos fósiles y lo que de ellos podemos extraer para conocerlos y conocernos– y mediante sus implementos –instrumentos o huellas dejadas a su paso por cavernas, cuencas de ríos o espacios difícilmente interpretables a tanta distancia temporal–; una bella, tierna, cruel, difícil historia a la que hay que pensar y complementar con las constantes, plurales y a veces no poco conflictivas interacciones con los paisajes todos: abanico de escenarios.

 

Toda existencia, todo momento, toda actividad supone numerosos escenarios no sólo complejos sino en constante transformación por el transcurrir de los días y las noches, las estaciones del año, los cataclismos y las emergencias de nuevas formas de vida, generando nuevos retos. Los escenarios son espacios, territorios e incluso horizontes donde el ambiente, las dinámicas y las lógicas de lo que supone vivir, sobrevivir, trascender y vencer obstáculos sorpresivos y muchas veces incluso catastróficos, median y configuran las vidas de todas las formas biológicas –desde las más microscópicas hasta las gigantescas–; todas ellas influyentes, con las que los homínidos siempre han compartido momentos fugaces o trayectorias de vida. Pero no sólo los organismos, también son determinantes del existir de las especies y del vivir de individuos y grupos, los climas, las inundaciones y la desertificación, los volcanes, huracanes, tifones, glaciaciones que tensan más aún las cuerdas entre muy distintas especies por la competencia, por acceder, demarcar, defender y usufructuar un mismo pequeño trozo de espacio, el agua, las sombras, zonas de caza, de cortejo; y tal tensión deviene en sobrepoblación o abandono, temporal o definitivo, tanto de llanuras y bosques como de montañas, riscos y cuevas, de interminables arenas y peligrosos pero también atractivos pantanos… No es fácil inferir todos los detalles, pero sí comprender que esa historia que nos narran la hominización y la humanización es extremadamente compleja. Una compleja historia que podemos pensar tratando de convertirnos en detectives de crímenes y fugas, de afortunados encuentros y desafortunados desencuentros; una historia en la que los individuos y grupos homínidos, poco a poco más complejamente humanizados, experimentan sorpresas, miedos, curiosidades, presiones de muy diverso tipo, y en la que sólo van quedando como actores en los escenarios los que estuvieron en los lugares adecuados en los momentos más oportunos: es una historia, finalmente, de enredos.

 

Hacer, actuar y moverse

Por ello, se invita a pensar esa hominización-humanización-planetización como una sucesión de ensayos, siempre generales, siempre en calidad de gran e irrepetible estreno de montajes y puestas en escena de numerosos dramas simultáneos; mismos que se modifican, se cancelan abruptamente afectando, para bien o para mal, a otras formas vivas, y en los que se improvisa día a día, noche a noche, porque para la evolución los protagonistas –en tanto individuos– son lo de menos, pero para los homínidos, sus depredadores y sus presas cada escena es fundamental para que continúe el drama (del griego δράμα: hacer, actuar, movimiento). Y de ese hacer, actuar y moverse, podemos inferir líneas de desplazamientos, entradas y salidas, así como momentos de soledad y otros de aglomeración. Pensemos, sin embargo, que tales homínidos, por más humanizados que estuvieran hace 1 000 000 de años o 500 000, 200 000 o 50 000, vivían en grupos de cazadores-recolectores de no grandes dimensiones, y que si se dieron dispersiones que hoy nos sorprenden (de África hasta Oceanía y posteriormente hasta el sur de América), tales avances no respondían a planificación alguna, por lo que resulta absurdo o cuando menos impreciso hablar de “rutas”; pensemos más bien en migraciones repetitivas siguiendo o distanciándose de animales, climas, o por movimientos telúricos, deslaves, terremotos, etcétera. En la dinámica nómada de seguir a animales de caza, o buscar agua o climas menos agresivos, los pequeños grupos pudieron ir creciendo y dejando atrás a parte de sus miembros, que encontraron la manera de resistir y adaptarse a nuevas condiciones, materiales y nutrientes; siempre los individuos más a la periferia de los grupos, tienden a ser menos conservadores y a arriesgarse a innovaciones, por lo que son los más probables colonizadores de nuevos escenarios para nuevos dramas.

Lo que separaba a un grupo que aún estaba en África pero salía del continente sin saber que lo hacía de aquellos innovadores grupos que se buscaban el día a día a cientos o miles de kilómetros, no sólo era una distancia métrica, era una distancia histórica; no sólo algunas generaciones sino también barreras ecológicas, todos dejando huellas de sus haceres cotidianos y quizás importantes cantidades de sus genes vía azarosos encuentros reproductivos. Numerosas generaciones eran las que habían ido de un lado para otro y retornado a veces a lugares ya vividos, pero no recordados por ninguno de los nuevos ocupantes: ires y venires de linajes genéticos que se hacían presentes y dejaban huella por ahí y por allá; sin duda los grupos se establecían por largos periodos en nuevas regiones sin permanecer estáticos, el nomadismo más breve, corto y muchas veces repetido dependiendo de renos, mamutes, caballos, agua, semillas, raíces, frutos tiraba de ellos, viviendo siempre al borde del éxito, siempre al borde de un fracaso mediado por padecimientos, depredadores y catástrofes naturales.

Los calores abrasadores y los fríos congelantes detenían o motivaban marchas no siempre deseadas, encontrando vías de acceso o de escape que se abrían a nuevos paisajes, y aunque la curiosidad sin duda desempeñó siempre un importante papel, podemos estar bastante seguros que no eran propositivamente buscados los terrenos que unas generaciones sí y otras no fueron colonizando, haciéndoselas propias; encontrando en ellas sorprendentes nuevas posibilidades, así como amenazas. No es adecuado hablar de “rutas” porque los trayectos –salvo en los casos de las costumbres nómadas anuales– no eran premeditados sino provocados por diversidad de presiones, quizás eran apenas razonados: la aventura azarosa de generaciones es ingrediente inevitable de esta historia que va tiñendo de humanidad más y más territorios: cruzando ríos, estrechos, mares incluso, cordilleras, selvas, desiertos e interminables zonas heladas, los homínidos se planetizaron, al tiempo que el planeta mismo se impregnaba de sus presencias: se sapientizaba hasta no quedar rincón sin que el paso y el hacer, el sufrir y el disfrutar de plurales especies Homo dejaran marcas, generaran transformaciones ecológicas trascendentales, para bien y para mal.

 

Xabier Lizarraga Cruchaga. Licenciado en antropología física por la ENAH, maestro en ciencias antropológicas por la UNAM, con estudios y tesis de doctorado concluidos en el IIIA de la UNAM. Profesor investigador en la Dirección de Antropología Física del INAH.

 

Lizarraga Cruchaga, Xabier, “Hominización, humanización, planetización. Segunda parte”, Arqueología Mexicana núm. 127, pp. 74-79.

 

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