La cosmovisión de los volcanes

En este sentido, la cosmovisión indígena se construye a partir del paisaje y del entorno real, los volcanes son los puntos de referencia fundamentales del territorio. Al mismo tiempo, son actores de la historia mítica, personas cuyas voluntades y albedrío, amoríos y pasiones recíprocas constituyen un peligro para los hombres. El paisaje forma parte del orden cósmico, el cual se expresa por medio de los alineamientos astronómicos deliberadamente orientados hacia las salidas y puestas del Sol sobre el perfil de los volcanes. En el sur de la Cuenca de México, Cuicuilco fue el primer sitio con una pirámide monumental que mostraba alineamientos con propiedades calendáricas, lo que quizá constituye los inicios de la construcción del calendario en Mesoamérica. Como parte de un universo dinámico, los volcanes eran deidades controladoras de los fenómenos meteorológicos imprescindibles para la producción agrícola.

Los nombres de los grandes volcanes hacen alusión al fuego en su interior: Popocatépetl, “el cerro que humea” (popoca, “echar humo”, de poctli, “humo”) (Molina, 1977); pero aluden también a la  “neblina de humo o de nubes oscuras” (poyauh-). El Poyauhtécatl (Pico de Orizaba), por lo tanto, era “el [habitante] de la neblina de humo” o “el que habita entre la niebla de nubes oscuras”. Así, la etimología establece el vínculo entre el fuego volcánico del interior de la tierra y las calidades meteorológicas de los volcanes, que en mayor grado que los demás cerros eran concebidos como vasos grandes que contenían las aguas subterráneas y también eran considerados “brazos de mar”.

Esta última expresión la siguen usando los habitantes del Valle de Toluca al referirse a las lagunas del Nevado; la misma creencia ha perdurado también en el suroeste de la Cuenca de México hasta la actualidad. La montaña del Ajusco-Axochco, “en el lugar de la flor de agua”, se concibe igualmente como “brazo de mar”, y se dice que en su cumbre había unas lagunas que contenían unos remolinos que conectaban con el océano. En esta perspectiva, la palabra náhuatl axoxouilli, “abismo de agua profunda” (Molina, 1977), evoca quizás esta conexión subterránea con el mar. Esta conceptualización de las aguas del interior de los cerros que comunican con el mar era muy importante en la cosmovisión mesoamericana, ya que el mar constituía el símbolo absoluto de la fertilidad. Del mar surgen, de hecho, los vientos que conducen a la formación de las nubes cargadas de agua que se precipitan sobre la tierra en época de lluvias.

Después de la conquista española, la cultura de los pueblos indígenas cambió radicalmente, fueron eliminadas las expresiones de la cultura de la elite, el culto público del Estado y los conocimientos complejos de los sacerdotes-astrónomos y especialistas rituales. La cosmovisión de los cerros y los paisajes rituales perdieron su articulación con el culto público y la especulación filosófica de los grandes templos. La astronomía, las matemáticas, la arquitectura y la ingeniería formaron parte de esos conocimientos especializados de la elite que fueron destruidos de manera violenta a raíz de la conquista.

Sin embargo, en las comunidades campesinas indígenas sobrevivieron muchos conocimientos ligados a la observación del medio ambiente y los ciclos naturales, la geografía, la botánica y la agricultura. La vida campesina seguía dependiendo de estas manifestaciones locales y de su manejo adecuado. Tales prácticas han permitido también la reproducción de muchos elementos de la cosmovisión, aunque en la actualidad, por el avance de la tecnología, el crecimiento urbano y la destrucción del medio ambiente, se han visto seriamente amenazados y cerca de desaparecer. Se trata de la tradición mesoamericana de los especialistas rituales que controlan “el tiempo”, es decir la meteorología, y que durante siglos han actuado en beneficio de sus comunidades. Mediante la ejecución de ritos en los lugares sagrados de los volcanes, los tiemperos o graniceros procuran atraer la lluvia benéfica para las milpas y protegerlas de los peligros de las tormentas, el rayo, la lluvia excesiva y el granizo. Las fechas más importantes para estos ritos son la fiesta de la Santa Cruz (3 de mayo), cuando “se abre el temporal”, y el día de muertos a principios de noviembre, cuando ese ciclo se cierra. Estos ritos siguen practicándose en el entorno de los volcanes del Altiplano Central y constituyen una tradición cultural milenaria anclada en su integración con el paisaje de las montañas.

 

Tomado de Johanna Broda, “Simbolismo de los volcanes. Los volcanes en la cosmovisión mesoamericana”, Arqueología Mexicana núm. 95, pp. 40-47.

 

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