Las moradas de los dioses

El mesoamericano creía vivir una cotidianidad plena de dioses. Éstos existían no sólo en las fuerzas de la naturaleza, en constante lucha, o como guardianes de los lugares sagrados y misteriosos, sino dentro de la más humilde de las criaturas. Sin embargo, el mesoamericano creía también que los dioses tenían sus moradas propias, con acceso vedado a los mortales. Los dioses poblaban los más altos niveles celestes, los más altos niveles celestes, los tenebrosos pisos del inframundo y el interior de los cinco árboles cósmicos que, plantados en el centro del mundo y en los cuatro rincones de la tierra, sostenían el cielo. Los dioses eran, además de creadores de la gran maquinaria del cosmos por la cual fluían sus fuerzas, los regentes de las distintas partes que componían la maquinaria o sus partes mismas: eran pisos celestes o del inframundo, árboles sustentantes del cielo, etcétera.

Lo anterior parece contradecir el paradigma mítico de la muerte de los dioses. ¿Cómo era posible que, habiendo prisioneros en el mundo del hombre, sujetos al ciclo de la vida y de la muerte, pudieran encontrarse en sus eternas mansiones? La respuesta aparece cuando se toman en cuenta las peculiaridades divinas: para el mesoamericano, los dioses son capaces de dividir su sustancia y, por ello, existir simultáneamente en diversos lugares. Xolotl, así, podía encontrarse en el horizonte como ser venusino, o como esencia de los ajolotes, o en el interior de cada una de sus imágenes de piedra o de barro, o en el tiempo mítico, viajando al inframundo para obtener la materia fría con que formaría a los hombres, o en los más altos cielos… Su don de ubicuidad explica que un dios pueda ser regente de distintos niveles cósmicos, que sea patrón al mismo tiempo de diversos grupos humanos o que reciba adoración en los múltiples templos a él dedicados. Su sustancia divina se distribuye en el cosmos, y cuando se concentra en su sitio o en un momento sagrados suele manifestarse como un milagro.

 

Tomado de Alfredo López Austin, “Los rostros de los dioses mesoamericanos”, Arqueología Mexicana 20, pp. 6-16.

 

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