Los rumbos del universo

La orientación de los entierros tiene mucho que decirnos, ya que en la época prehispánica los rumbos (puntos) cardinales estaban relacionados con los lugares del inframundo y con determinados dioses, según el tipo de muerte. Los mitos nahuas colocan el norte en el nivel más profundo, en el nivel más bajo del inframundo, en el nadir del ciclo vital; el sur, en cambio, se ve consagrado mediante el nacimiento de Huitzilipochtli en este “momento lugar”, representado por el cenit del ciclo.

En el sur, el mediodía representa la máxima expresión de la luz, mientras que la oscuridad más impenetrable es la de la medianoche, en el norte. Asimismo, en términos míticos la oposición diametral del norte y el sur, del nadir y el cenit, expresa en momentos espacios determinados (medianoche/mediodía), la oposición óptima entre lo femenino y lo masculino, representada por Coyolxauhqui (o Malinalxóchitl) y Huitzilopochtli (Johansson, 2002).

El este representa la dimensión diurna de la vida, es decir, la existencia; se trata del punto más alto que puede alcanzar una elevación, cualquiera que sea su tenor (curso solar, existencia humana, ciclo vegetal, etc.). Por su parte, el oeste marca el fin de la existencia y el reingreso a la cálida intimidad de la tierra, dimensión letal pero también el lugar donde se gesta de nuevo la vida. Al salir el Sol por el este, de las entrañas de la tierra, se realiza el cambio de noche a día pero el movimiento prosigue su “evolución”, que culminará en el cenit; asimismo, al nacer el hombre al este, sale de su estado nocturno para entrar en la dimensión diurna de su vida, la cual concluirá en el oeste, con el regreso de la noche esencial: la muerte.

De aquí deriva la creencia acerca de la muerte y los distintos lugares adonde se dirigía el difunto. El movimiento espacio-temporal del Sol, a la vez que estructura cardinalmente el mundo, define también los cuatro lugares adonde van a morar los muertos. En primer lugar estaba el más 

común de ellos, el Mictlan o “Lugar de los Muertos”, donde impera Mictlantecuthli, el Señor Muerte. A él llegaban todas las almas que habían muerto de forma natural. Los que iban al Mictlan vivían de manera semejante a como lo habían hecho en la tierra (por eso al morir les ponían todo lo necesario para la otra vida). Esta morada se orientaba siempre hacia el norte, aunque en realidad no correspondía a un lugar específico sino a un área de oscuridad situada debajo de la tierra, que abarcaba desde el norte hasta el sur y era limitada por el este y el oeste.

El segundo sitio era el paraíso del Sol, el Tonatiuh Ilhuícac, “Casa del Sol”, morada de Huitzilopochtli, adonde iban los que obtenían una muerte gloriosa (en la guerra o sacrificados). Este lugar se localizaba en el cielo y estaba dividido en dos partes, la oriental y la occidental. También a este recinto iban los comerciantes que fallecían en el ejercicio de sus funciones, pues fungían además como espías-guerreros. Todas estas almas pasaban a formar parte de los acompañantes del Sol, transportándolo por el firmamento: del amanecer al mediodía era conducido por los guerreros, y de esa hora al atardecer, por las mujeres muertas en parto, las mocihuaquetzques. El tercer lugar era el Tlalocan, “Paraíso de Tláloc”; aquí llegaban los que morían a causa del agua (aho­gados), los heridos por un rayo, o los que tenían muertes derivadas de enfermedades relacionadas con este elemento, como lepra, bubas, sarna, gota o hidropesía. Era el lugar del eterno renacer, donde la tierra siempre daba frutos. Parecido al Tlalocan era el Cincalco, “Casa del Maíz”, regido por Huémac, que se ubicaba al este, igual que el Tonatiuh Ilhuícac, y manifestaba más la relación entre vivos y muertos y su correspondencia con la fertilidad y la vegetación.

Finalmente, el cuarto lugar era el Chichihualcuauhco, el árbol nodriza, adonde iban los niños de brazos que aún no consumían el maíz (naturaleza muerta) y, por lo tanto, no habían sido contaminados por esta esencia de muerte (eran dos los vínculos de contaminación, éste y tener vida sexual). En tal lugar, los niños esperaban de nuevo su turno para volver a nacer.

Es un hecho que el papel desempeñado por las celebraciones humanas alrededor de la muerte es conocido universalmente, entendida ésta como manifestación social y no meramente física. En cuanto al entorno del fenómeno, las distintas culturas humanas han desarrollado formas de celebrarla como un componente activo, dinámico de la vida social; como manifestación social, refleja y comunica valores fundamentales de las comunidades y de los individuos que las integran.

Entre los innumerables rituales que el ser humano ha desarrollado durante milenios, pocos tienen una carga significativa tan importante como los asociados con la muerte: conjugan y expresan muchos de los componentes culturales insertos en la vida cotidiana, que rigen la vida social y religiosa de los distintos pueblos a través del tiempo y el espacio, entre la vida y la muerte.

 

Tomado de María Elena Salas Cuesta y Jorge Arturo Talavera González, “Una visión de la vida y de la muerte en el México prehispánico”, Arqueología Mexicana núm. 102, pp. 18-23.

 

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