Clásico Terminal (750-1050 d.c.) y Posclásico (1050-1550 d.c.) en el área maya. Colapso y reacomodos

Enrique Nalda

Por muchos años se ha debatido sobre el abandono masivo de algunas de las ciudades más importantes de las Tierras Bajas del sur del área maya en el siglo IX de nuestra era. El proceso se conoce como el “colapso del Clásico maya” y ha despertado la imaginación de muchos mayistas, viejos y jóvenes por igual.

 

Muchas son las teorías propuestas para dar cuenta de ese acontecimiento. La de mayor arraigo tiene que ver con una supuesta degradación ambiental producida por cambio climático, agravada por un explosivo incremento poblacional en los años precedentes. Existe evidencia reciente que tiende a apoyar esta tesis pero, también, información que la contradice. La región del “colapso” es de una diversidad ambiental tal que hace improbable el que un cambio climático, de haber ocurrido en esas fechas, haya tenido un impacto parejo en toda su gran extensión: en esa región se mezclan situaciones ribereñas, lacustres y de bajos inundables estacionalmente; se alternan zonas de topografía ondulante, de macizos montañosos y de sabanas; se encuentran suelos profundos, ricos en nutrientes y bien drenados, así como tierras de baja productividad agrícola; existen, en fin, importantes diferencias en precipitación pluvial anual.

Lo que sí parecería ser una constante en toda la región afectada es el hecho de que previo al éxodo masivo se dio un fuerte incremento poblacional. Así, para algunos de los estudiosos de la historia maya, explicar el colapso maya equivale a encontrar la razón de ese incremento poblacional, tarea nada insignificante si se toma en consideración que no existen datos confiables sobre la demografía de los sitios implicados. Enfrentados al hecho de que muchos de esos sitios parecen haber experimentado con anterioridad fuertes oscilaciones en su curva poblacional sin que llegaran a  producir efectos tan devastadores, quienes apoyan la idea de un crecimiento poblacional como motor del proceso recurren al cambio climático para redondear la hipótesis: el deterioro climático fue la gota que derramó el vaso, gota que no se dio en ocasiones anteriores, argumentarían. El cambio climático se postula de esta manera como un factor adicional en el proceso, sin duda importante, pero complementario.

 

La guerra

 Más sofisticadas son las tesis que colocan a la guerra como motor del colapso. No sería la desolación que suelen producir sino, fundamentalmente, el “desgaste social” que inducen, lento pero progresivamente más profundo, lo que estaría al centro de estas ideas. La argumentación en este caso es que, llevada a un nivel de práctica sostenida y generalizada, la actividad bélica impone una carga económica que puede afectar peligrosamente a la base social: el costo de las campañas militares y el mantenimiento de una elite encargada de la planeación y preparativos para la guerra se hacen, además, cada vez mayores. Para los derrotados las condiciones de vida empeoran; para el común de quienes salen victoriosos en la contienda, la participación en los beneficios suele ser menor o, simplemente, nula; la elite, eso sí, saldrá fortalecida. El costo de la derrota puede ser muy alto. El caso de Tikal parece ejemplificar la cuestión: durante 130 años (entre 562 y 692 d.C.) no se levantó en ese sitio un sólo monumento conmemorativo fechado; el periodo, conocido como el hiatus  de Tikal, es justamente el que separa la derrota de Tikal a manos de un desconocido (que algunos autores considera que fue Calakmul) en alianza con Caracol y la derrota que infligió Tikal a ese mismo adversario en 695 d.C.

Hay varios problemas en el manejo de la guerra como motor del colapso. El primero es que, con contadas excepciones, en este tipo de propuesta no se menciona qué es lo que está detrás de esas guerras. Cuando se hace, se recurre frecuentemente a cuestiones de prestigio: la guerra es, según unos, un acontecimiento pactado, circunscrito a las elites, sin propósito “económico”, dirigido a la toma de cautivos destinados al sacrificio. Otros, menos convencidos de la importancia del ritual, se inclinan por ver la guerra como una forma de hacerse de recursos que les permitan satisfacer las demandas crecientes de una población y una elite cuyos números aumentan constantemente, acercándose peligrosamente a un clímax que no es sino la antesala del colapso. En ambos casos, sin embargo, quedaría por explicarse cómo es que las guerras del Clásico Temprano no produjeron en la región el éxodo que caracterizó al “colapso maya”. Podría contestarse diciendo que se trata de dos periodos distintos y, también, de dos tipos de guerra: una de tipo simbólico y la otra por, razones más mundanas, más preocupada por “mantenerse a flote” que por las demandas divinas. Pero entonces habría que preguntar cómo es que, por ejemplo, la intensificación de la actividad bélica llevó a Dzibanché, en el sur de Quintana Roo, a hacerse de un vasto territorio y, al mismo tiempo, a una transformación social violenta que afectó por igual a la elite y la base social, todo ello en el Clásico Temprano (250 600 d.C.) e inicios del Tardío (600- 750 d.C.), muy lejos de las fechas correspondientes al “colapso del Clásico maya”. Habría que señalar, también, que una de las causas más comunes de las guerras mayas debió haber sido la confrontación entre miembros de la elite, en especial entre miembros de un mismo grupo dinástico, por la sucesión. Lo que estaba al centro de la guerra no era, en este caso, las obligaciones pactadas con los dioses ni cuestiones de prestigio sino sólo la pretensión de hacerse del poder.

 

Enrique Nalda. Arqueólogo y doctor en antropología. Investigador de la Dirección de Estudios Arqueológicos, INAH. Miembro del Comité Científico- Editorial de esta revista.

 

Enrique Nalda. Arqueólogo. Investigador de la Dirección y Conservación del Patrimonio Arqueológico, INAH.

 

Nalda, Enrique, “Clásico Terminal (750-1050 d.c.) y Posclásico (1050-1550 d.c.) en el área maya. Colapso y reacomodos”, Arqueología Mexicana núm. 76, pp. 30-39.

 

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