Combate a “pestes y epidemias” en el siglo XVIII

Marcela Salas Cuesta, María Elena Salas Cuesta

Transformación de los centros urbanos

Los centros urbanos novohispanos que surgieron a partir del siglo XVI fueron objeto de importantes y continuas transformaciones en lo que a materia de salubridad se refiere, y entre ellas destacan las efectuadas entre 1760 y 1850, lapso en el que las ideas que dieron origen al urbanismo neoclásico se relacionaron estrechamente con las vinculadas a la salud pública. Debido a los nuevos conceptos morales-higienistas, en concordancia con el pensamiento ilustrado, se estableció como principio la indagación científica, que concedía a los efectos del aire un papel fundamental para la salud.

Al ponerse en boga las ideas de las corrientes mecanicistas y circulacionistas se propició la investigación para analizar la relación entre morbilidad, mortalidad y medio ambiente, y se dispuso que los espacios de la ciudad debían adaptarse a la fluidez del aire y del agua con el fin de prevenir y curar las enfermedades. Se buscaron alternativas basadas en la teoría circulacionista, según la cual la circulación sanguínea es el imperativo de los movimientos del aire, del agua y de los productos. Así, lo contrario de lo insalubre es el movimiento, es decir, si el espacio urbano no tenía circulación, esto era un factor determinante para la incubación, transmisión y propagación de los males (Salas y Salas, 2005).

Urbanismo y arquitectura

Desde el siglo XVI hasta principios del XIX, el urbanismo y la arquitectura se reflejaron en importantes construcciones de las ciudades novohispanas, en concordancia con el siglo en que fueron erigidas, algunas sobresalientes por sus dimensiones, calidad constructiva, empleo de materiales y formas artísticas. Se trata principalmente de edificios destinados a la administración y obras de servicio público, entre las que se encontraban las destinadas a los órganos de gobierno, iglesias, conventos, hospitales e instituciones de beneficencia, escuelas y seminarios, jardines, paseos y plazas públicas, mercados y alhóndigas, así como cementerios y algunas residencias. Todas esas construcciones estaban entremezcladas con otras de muy pobre calidad, como las de la gente del pueblo, donde la cantidad superaba a la manufactura. Esto daba como resultado que las ciudades se convirtieran en caóticas, pues pese a la traza reticular crecieron en desorden y sin los más mínimos servicios públicos, como abastecimiento de agua potable, cañerías, drenajes, atarjeas y letrinas, por mencionar sólo algunos.

En general el trazo urbano presentaba dos espacios: el de los españoles y el de la llamada “gente de medio pasar” que convivía con los indígenas. El primero era amplio y recto en sus  , el segundo no tenía trazo, alineamiento u orden. En ese trazo urbano la pompa de las fiestas y procesiones organizadas por el clero y la sociedad privilegiada contrastaba con la muchedumbre semidesnuda llena de abandono y miseria que transitaba en medio de la decencia eclesiástica religiosa y secular que entre toques de campanas recorría las calles malolientes e insalubres por los encharcamientos, muladares y animales muertos. Las devociones –en ese mundo– eran una de las formas de sentir seguridad en la vida y en la salud del cuerpo y el alma, de ahí que surgieran las distintas cofradías, cuyos patrones y miembros de muchas de ellas tenían la obligación de auxiliar y velar por los enfermos, además de que existía una devoción para cada padecimiento, a diferencia del siglo xix, en el que se procuraba la salud, y la enfermedad era atendida por las autoridades correspondientes sin la intervención del clero.

El siglo XVIII europeo fue un punto de apoyo para el avance del Estado moderno occidental. Destaca el concepto de la circulación de los vientos y de las aguas, así como el del movimiento general, que tiene como premisa mayor la higiene, lo cual se reflejó en la salubridad urbana mediante la propuesta de una política sanitaria: “…una ciudad moderna, una ciudad sana, para poder serlo, debía de echar a andar todo aquello que estuviese estancado, lo contrario del movimiento era visto como atraso” (Dávalos, 1989).

Las nuevas ideas cobraron fuerza en la Nueva España, y los arquitectos, los oficiales y en especial las monjas comenzaron a temer que las epidemias se propagaran debido a la obstrucción de la circulación, a los encharcamientos y los muladares situados en torno a los conventos (Sánchez de Tagle, 1997).

 

Marcela Salas Cuesta. Historiadora por la UNAM. Investigadora de la Dirección de Antropología Física del INAH, en la que coordina los proyectos: “México en el siglo XVIII. Costumbres funerarias. Un estudio de salud pública” e “Investigación, conservación y difusión de materiales fotográficos”. Ha realizado estudios sobre arquitectura y pintura virreinal, así como sobre materiales arqueológicos de Tlatilco, estado de México, y Jaina, Campeche.

María Elena Salas Cuesta. Maestra en ciencias antropológicas, con especialidad en antropología física. Investigadora de la Dirección de Antropología Física del INAH, en la que coordina el proyecto “Rasgos no-métricos o discontinuos en cráneos prehispánicos y coloniales (parentesco)”. Ha realizado trabajos sobre antropología física forense, osteopatología y salud pública en el México virreinal.

Salas Cuesta, Marcela  y María Elena Salas Cuesta, “Salubridad urbana en la sociedad virreinal”, Arqueología Mexicana, núm. 100, pp. 20-25.

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