Enrique Nalda
La historia de la arqueología mexicana ha sido la de una constante búsqueda de equilibrio entre la necesidad de fortalecer una conciencia histórica, la de conservar y dar a conocer el patrimonio cultural que sustenta esa conciencia, y la de realizar trabajos científicos que permitan un mejor entendimiento de las sociedades antiguas
Los primeros trabajos
Antes de que la arqueología alcanzara una formalización plena y la categoría de “disciplina científica”, se hicieron en el país, importantes estudios sobre nuestro pasado prehispánico. Uno de ellos es el de José Antonio Alzate, en Xochicalco. Publicado bajo el título de Descripción de las antigüedades de Xochicalco en 1791, el texto es notable por el detalle y agudeza de las observaciones del autor; advierte, por ejemplo, sobre la existencia de terrazas y fosos en el sitio, lo cual lo llevó a ver Xochicalco como una fortificación, idea que sigue vigente y se ha reforzado con los hallazgos de las recientes excavaciones en el sitio. Todo ello, sumado a su preocupación por entender la sociedad responsable de las construcciones que observaba en ruinas, acerca a José Antonio Alzate a la imagen que tenernos del arqueólogo moderno.
Hay que señalar, sin embargo, que la Descripción de las antigüedades de Xochicalco es también, en gran medida, un texto reivindicatorio. Escrito en un momento en que la lucha independentista en México requería una ideología propia, el texto de Alzate realza la monumentalidad y belleza de Xochicalco y llama la atención sobre el conocimiento y organización social que sus obras implicaban a fin de rebatir a quienes
veían los pueblos americanos como atrasados y débiles, pueblos que requerían el encauzamiento y protección de los países, más desarrollados, pueblos, en fin, sin historia.
¿Quiénes eran los hombres de esa antigua patria? Cecilio Robelo, quien a principios de este siglo fuera director del Museo Nacional de Etnografía, Historia y Arqueología de la ciudad de México, contestaba la pregunta en un artículo publicado en 1888 en la revista morelense La Semana: “... y en la falda de uno [de los cerros alrededor de Xochicalco] está situado el humilde pueblo de Tetlama, cuyos moradores son acaso los últimos y degenerados vástagos de la poderosa raza que hace siglos dominaba soberana en aquella comarca” (Robelo, en Peñafiel, 1890). Eran gente de una “raza perdida”. No era la primera vez que se recurría a esta idea para apropiarse de un pasado glorioso sin dar crédito a los indígenas vivientes. Igual sucedió, por ejemplo, con los restos monumentales del sureste norteamericano a propósito del movimiento de independencia de la colonia inglesa en Norteamérica a finales del mismo siglo XVIII.
Trabajos similares al de Alzate se dieron en otras partes de México: Antonio de León y Gama publicó en 1792 un espléndido análisis iconográfico de dos de los monolitos más importantes de la escultura mexica. Uno de ellos, la Piedra del Sol, fue colocado para su exhibición (y satisfacción de quienes sostenían la existencia de un gran pasado, comparable al de las naciones europeas) en la base de la torre poniente de la catedral de México; el otro, la Coatlicue, horrorosa para quienes tomaban como patrón de referencia el arte figurativo europeo, fue vuelta a enterrar, quizás, como lo ha hecho notar Eduardo Matos ( 1992), no tanto para evitar la vergüenza que producía su “fealdad” cuanto para impedir la proliferación de un culto a las divinidades del pasado.
Pocos años antes, en lo que hoy día es territorio mexicano, se llevó a cabo el primer estudio dirigido explícitamente a establecer el origen, forma de vida y desaparición de los habitantes de una ciudad prehispánica. Los trabajos se hicieron en Palenque, sitio arqueológico que, en aquella época, en 1785, estaba bajo jurisdicción de la Audiencia de Guatemala. Las exploraciones fueron encargadas por el presidente de esa audiencia a Antonio Bernasconi, un prestigiado arquitecto que trabajaba en el proyecto de fundación de la nueva capital de Guatemala. Aunque los resultados logrados en las investigaciones se quedaron muy cortos en cuanto a responder las preguntas que las originaron, el hecho de haber sido motivadas -muy en el espíritu ilustrado de la época- por el deseo de conocer el pasado, por el valor que ese conocimiento pudiera encerrar, iguala esos trabajos, en lo que se refiere a los objetivos, con los de los arqueólogos modernos más avanzados.
La preocupación por fijar el pasado prehispánico como parte de una herencia universal, es decir, de inscribirlo en el proceso civilizador del que sus mejores exponentes eran, supuestamente, los países económicamente más avanzados, fue la responsable del desarrollo de algunos de los proyectos arqueológicos de mayor envergadura durante el porfiriato. Fueron muchas las exploraciones que se hicieron en esa época: entre ellas destacan, por supuesto, las de Leopoldo Batres en Mitla, Monte Albán, Xochicalco y, sobre lodo, las de Teotihuacan, en especial las realizadas en la Pirámide del Sol. Estas últimas, impulsadas en una gran medida por el deseo de conocer los materiales y técnicas empleados en su construcción a fin de compararlos con los de monumentos de otras partes del mundo, fueron llevadas a cabo como parte de los festejos del centenario del movimiento de independencia de México. Los resultados fueron presentados con ocasión del Congreso de Americanistas que se realizó en México en 1910.
Debe señalarse, sin embargo, el que, a todo lo largo del porfiriato, la idea de un gran pasado prehispánico estuvo siempre acompañada de un rechazo a las culturas de los pueblos indígenas contemporáneos; no sólo la burocracia sino los propios antropólogos del momento consideraban esas culturas -en especial sus lenguas- como un verdadero impedimento para la modernización del país.
El cambio de actitud sólo comenzó a darse a la llegada de la Revolución Mexicana, transformación social que propició la llegada de la segunda etapa de la arqueología en México.
Enrique Nalda. Arqueólogo. Investigador de la Dirección y Conservación del Patrimonio Arqueológico, INAH.
Nalda, Enrique, “La arqueología Mexicana”, Arqueología Mexicana núm. 30, pp. 6-13.
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