La tortura de Cuauhtémoc

Patricia Ledesma, Salvador Rueda

Comenzaba a llover. El sol estaba a punto de ocultarse, era el día del señor san Hipólito, año de 1521. Bernal Díaz del Castillo guardaba con claridad el día en su memoria y así lo registró: “Llovió y relampagueó aquella tarde y hasta media noche mucho más agua que otras veces. Y después de que se hubo preso Guatemuz quedamos tan sordos todos los soldados como si antes estuviera un hombre encima de un campanario y tañesen muchas campanas, y en aquel instante que las tañían cesasen de tañerlas…”. Entonces, siguiendo la crónica del soldado, callaron “los tambores y cornetas y atabales dolorosos (que) nunca paraban de sonar” (Díaz del Castillo, cap. CLVI). Sin embargo, su relato de los eventos ocurridos, hoy una piedra fundamental de la historiografía mexicana, no pudo ser leída, sino hasta después de 1632.

Pocos años antes, en 1615, fray Juan de Torquemada publicó la crónica de la caída de Tenochtitlan. Siguió casi al pie de la letra el relato de Francisco López de Gómara, publicado en 1554. Con una diferencia de fondo: su calificación. El fraile franciscano fue contundente: en su capítulo CV explicó cómo cayó y desapareció la “monarquía mexicana cuando estaba en su mayor pujanza”.

Con base en crónicas como estas es posible imaginar el acontecimiento, lo han hecho generaciones de lectores. Todo terminó a la hora de las vísperas el martes 13 de agosto de 1521, caminando sobre muertos y entre mujeres, ancianos, heridos y niños agotados. El hedor era insufrible. No sin un gesto de vergüenza, pero con dignidad —concepto que caracteriza a los héroes—, Cuauhtémoc y los principales fueron capturados ese atardecer por el capitán de uno de los bergantines, García Holguín, “tratándolo al rey con mucho comedimiento, conociendo ser varia la fortuna” (Díaz del Castillo, cap. CLVI). Lo llevaron ante Cortés. Las palabras que entonces enunció Cuauhtémoc cerrarían una época, la del final de todo un mundo: dijo el rey “que había hecho cuanto había podido por defender a sí y a los suyos; y que si los dioses le habían sido contrarios no tenía culpa, que su prisionero era, que hiciese su voluntad; y poniendo la mano en el puñal de Cortés, le dijo que le matase, que iría muy consolado a donde sus dioses estaban, especialmente habiendo muerto a manos de tal capitán” (Díaz del Castillo, cap. CL). Acordaron entonces terminar los combates: “Mandó pregonar Cortés las paces y que nadie de los suyos ofendiese a los mexicanos y así se comenzó a guardar” (Díaz del Castillo, cap. CL).

A la manera de las guerras europeas de ese entonces, la ciudad se saqueó; no pocos hombres y mujeres fueron herrados con la marca del monarca Carlos. Ellos serían los brazos que limpiarían los estragos del cerco… Gómara escribió que ocuparon cuatro días en limpiar, enterrar muertos, herrar a los hombres que esclavizó y “…a hacer muchos y grandes fuegos en las calles por alegrías y por quitar el mal hedor…” (López de Gómara, 1826). Torquemada, por su parte, entendió el tamaño del drama: “Y aquí acabó la guerra y el gran imperio mexicano” (lib. IV, cap. CI).

Patricia Ledesma Bouchan. Maestra en arqueología por la ENAH. Directora del Museo del Templo Mayor del INAH.

Salvador Rueda Smithers. Historiador del Instituto Nacional de Antropología e Historia. Director del Museo Nacional de Historia, Castillo de Chapultepec.

Tomado de Patricia Ledesma Bouchan y Salvador Rueda, “La tortura de Cuauhtémoc”, Arqueología Mexicana, edición especial, núm. 119, pp. 52-55.