Tlazocamati

Enrique Vela

El despertar del pasado viernes 15 de octubre nos trajo una mala noticia: nuestro gran investigador Alfredo López Austin había fallecido a las 2:00 de la mañana. El revuelo fue mayúsculo. En cuanto su hijo –nuestro gran amigo y colaborador, Leonardo López Luján– publicó en twitter la triste nueva, ésta y otras redes sociales se llenaron de publicaciones, y el sábado siguiente prácticamente todos los diarios dieron debida cuenta de la partida del gran Alfredo, incluso el diario La Jornada le dedicó una bella y emotiva primera plana. El común denominador fueron las expresiones de admiración por una obra sólida y amplia, pero sobre todo de afecto, de reconocimiento a la mejor de las muchas virtudes de Alfredo: su enorme calidad humana. Sí, el muy querido profe fue un genio, un sabio, pero sobre todo fue un buen hombre. Era generoso con sus conocimientos, amable y afectuoso en el trato y contaba con la gracia de un excelente humor, aderezado cuando la ocasión lo ameritaba con finas ironías.

No abundaremos aquí sobre su trayectoria académica, sólo invitaremos a que no dejen de acercarse a ella. Un dato para el asombro: un recuento de su actividad profesional, publicado en 2017, ocupa entre investigaciones, publicaciones, entrevistas, distinciones, etc., ¡80 apretadas páginas! Es una obra plena de títulos esenciales para entender el devenir de nuestra historia, para comprender no sólo a las sociedades de la época prehispánica, sino a las de los tiempos que siguieron. Es también una que, sin retóricas y falsos paternalismos, coloca en su justa dimensión a los pueblos indígenas, componente primigenio y vital del México de nuestros días.

En Arqueología Mexicana sólo tenemos para Alfredo agradecimiento, pues siempre fue un entusiasta colaborador y un gran promotor. En cuanto tenía ocasión invitaba a leer esta revista y, no menos importante, instaba a sus alumnos a publicar en ella, convencido como estaba de la importancia de la divulgación del conocimiento. Fue durante poco más de dos años miembro de nuestro Comité Científico-Editorial y después de nuestro Consejo de Asesores. Lo mismo sugería temas y autores que nos hacía pertinentes observaciones sobre el contenido de la revista y aun más sobre asuntos editoriales. Le sabía bien a eso pues en algún momento se había encargado de las publicaciones del Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM. Atesoramos un documento que en los primeros años de la revista elaboró para sugerirnos criterios en el uso de las palabras en náhuatl y otros asuntos y, sobra decir, aún nos sirve de guía al respecto. De él es la idea de una de nuestras series más exitosas: la publicación de facsímiles de códices, gracias a la cual esos documentos han llegado a cientos de miles de lectores.

El retrato que acompaña a esta nota muestra lo que era Alfredo, quien por cierto tenía como norma exigir al recién conocido, con una gran sonrisa, que así se le llamara, simplemente por su nombre, ahorrando a los demás el uso del usted y del título de doctor. En la foto se le ve sonriente y complacido, dedicando un ejemplar de una de sus contribuciones a la revista que más satisfacciones nos trajo. La ocasión es la comida en la que Alfredo convocó al equipo editorial, algo que, cabe señalar, hasta entonces nadie había hecho, para festejar la salida del tercero de los especiales que dedicó a la cosmovisión mesoamericana. El contenido de esos números viene de los ya míticos cursos que, con toda puntualidad, impartió por décadas los miércoles a las 8:00 hr en la UNAM. Eran esas veladas mañaneras una explosión de inteligencia, de buen humor, de cordialidad, eran pues un estar en familia que muchos vamos a extrañar. Esas tres ediciones especiales, a las que luego se sumó otro par cercanas al tema, resumen magistralmente la trama de reflexiones que llevó a Alfredo a desentrañar la lógica del pensamiento mesoamericano y sus múltiples manifestaciones.

Podríamos seguir contando y contando todas las veces que Alfredo tuvo un acto generoso para la revista, las tantas que nos regaló su cariño, lo mucho que aprendimos de sus trabajos pero no alcanzaría el espacio, así que lo dejamos en la expresión náhuatl que encabeza este texto y que significa: “Gracias”.

Imagen: Alfredo López Austin. Foto: Carlos Alfonso León.

 

Enrique Vela. Arqueólogo por la ENAH, editor, desde hace 30 años trabaja en el ramo editorial. Editor de la revista Arqueología Mexicana.

Esta publicación puede ser citada completa o en partes, siempre y cuando se consigne la fuente de la forma siguiente:

Tlazocamati

Vela, Enrique, “Tlazocamati”,  Arqueología Mexicana, núm. 171, p. 11.