Salvador Rueda Smithers
Miles de personas en miles de actos simultáneos congregados en la Plaza Mayor de la Nueva España, haciendo entonces lo que seguimos haciendo hoy, de quienes heredamos muchas más cosas de las que estamos dispuestos a reconocer. Bajo el título de Plaza de la Constitución, o Zócalo, Plancha Central o Plaza de Armas, el ruido sigue siendo la prueba de su gran y multisecular aliento.
Elogio del ruido
Tal vez ningún otro sitio sea tan ruidoso como la Plaza Mayor de México. Lo ha sido durante más de 500 años. De ello se quejó privadamente Margarita Maza de Juárez al restaurarse la República: el rumor constante y los estallidos de voces desde antes del amanecer hasta ya entrada la noche le hicieron imposible vivir en la esquina norte del Palacio Nacional, de cara a la Plaza. Era supervivencia remota, colonial… e indescifrable. Ruido molesto, es verdad, pero también privilegiado efecto de las relaciones humanas y sus cargas culturales. Por eso ha sido motivo de celebración literaria: el ruido del Zócalo, descrito como circunstancia de historias de la ciudad, es la prueba de la larga respiración de una sociedad viva y de una urbe que, en el mismo sitio, con el mismo nombre y las mismas piedras, ha tomado distintas formas a lo largo del tiempo.
La memoria del oído es parca. En general, atiende sólo a episodios sueltos de la historia urbana. Así, las crónicas refieren al desesperante sonar de los atabales escuchado con temor en las casas viejas de Moctezuma durante días, y luego al silencio que preludió la huida castellana de Tenochtitlan. No mucho después, con la plaza donde antes se asentó el espacio sagrado de los mexicas, como feliz homenaje al tratado de paz entre el emperador Carlos V y el rey Francisco I de Francia en 1538, la Plaza Mayor se convirtió en cristiano teatro hiperrealista de batallas terrestres y navales, así como de la inverosímil lucha de hombres salvajes de la mitología europea en medio de un bosque de flora y fauna americanas; en esa representación –según describe Bernal Díaz del Castillo– los requiebros, gritos, juegos de lanzas y fuegos artificiales llenaron de sonidos la plaza central de la incipiente ciudad virreinal.
A partir de entonces, desde el siglo XVI hasta nuestros días, la Plaza Mayor ha sido lugar de procesiones religiosas, desfiles militares y actos cívicos, tianguis y mercados. Frecuentes serían ahí mismo las verbenas populares, en alguna época entre puestos y cajones; en otra, más reciente, entre arriates y jardineras ya también desaparecidos. Fue sede de las intermitentes entradas triunfales de virreyes, caudillos revolucionarios, dos ejércitos extranjeros invasores, un par de emperadores y varios presidentes de la República, entre trompetas, cascos de caballos, balas, alegrías y horrores. El Zócalo vio batallas de flores, corridas de toros, fiestas y cuartelazos –el último, doloroso, fue el muy sangriento de febrero de 1913, al amanecer del México moderno. ¿Es posible imaginar los ruidosos efectos de la vida urbana pasada en este espacio esencial?
Sonidos de guerra y de paz. También sonidos del progreso, como la inauguración de la estación Zócalo del camión urbano que llegaba a las puertas de la Catedral –mucho antes de que el tren subterráneo con sus sonidos en las entrañas de la tierra creara, en ese sitio, otra estación. Sonidos históricos ya sin ecos. Las reuniones políticas multitudinarias y manifestaciones de todo tipo, conciertos, un efímero museo ambulante y pistas de hielo son apenas ejemplos modernos que, seguramente, pronto se olvidarán.
Rueda Smithers, Salvador, “Un día en la Plaza Mayor de México (siglo XVIII). La ciudad y los signos”, Arqueología Mexicana, Núm. 116, pp. 44-49.
• Salvador Rueda Smithers. Historiador del Instituto Nacional de Antropología e Historia. Director del Museo Nacional de Historia, Castillo de Chapultepec.
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