Leonardo López Luján
El Ángel de la Independencia, la Torre Eiffel, el Big Ben, la Puerta de Brandenburgo y la Estatua de la Libertad se han convertido no sólo en los emblemas de las ciudades donde fueron erigidos, sino también en íconos de sus respectivos países. El estudio de estos monumentos nos remite a instantes cruciales en la historia de las naciones, al tiempo que nos revela los valores y las aspiraciones de sus constructores.
Un proyecto reciclado
En más de una ocasión, el escultor francés Frédéric Auguste Bartholdi (1834-1904) fue acusado de haber engañado al jurista Édouard de Laboulaye y a sus demás paisanos de la Unión Franco-Americana cuando les presentó la maqueta de “La Libertad iluminando al Mundo”, escultura ciclópea que serviría de regalo para conmemorar el centenario de la independencia de los Estados Unidos y para estrechar los crecientes nexos entre ambas potencias. A decir del New York Times, la también llamada Estatua de la Libertad no era más que una versión maquillada de “Egipto llevando la luz a Asia”, fallido proyecto que el propio Bartholdi había concebido en 1867 y puesto a consideración de Ismail Pashá, el khedive o virrey de Egipto. Se trataba de un faro que tenía la forma de una fellah o campesina egipcia sujetando en alto una antorcha. Con una altura de 40 metros, estaba planeado para ocupar la entrada del recién inaugurado Canal de Suez.
Pese a la airada respuesta de Bartholdi negando el hecho, es claro que un proyecto engendró al otro por allá de 1869 o 1870, máxime si comparamos los sucesivos modelos de terracota y las acuarelas que hoy se localizan en el museo dedicado al escultor en su ciudad natal de Colmar. De manera incontrovertible, la campesina con túnica y velo imaginada para Suez se metamorfosea en la Libertas ataviada con stola y palla que más tarde fue erigida en terrenos de Bedloe’s Island. Conceptualmente, tanto la aldeana egipcia como la diosa romana –con todo y sus sugerentes quiebres de cadera– enarbolan la luz civilizadora propia del mundo moderno. Las dos hacen las veces de mayúsculos faros antropomorfizados, evocaciones remotas del coloso que figuraba al solar Helios, y que con un nimbo sobre la cabeza y una linterna en la mano daba la bienvenida a los marinos en el puerto de Rodas. Ambas, la efigie de Suez y la de Nueva York, indicarían a los viajeros provenientes de tierras lejanas su pronta llegada, unos al Mar Rojo y otros al sueño americano…
En busca de una base idónea
Y ¿qué decir de sus respectivos pedestales? En el infructuoso proyecto para el khedive, Bartholdi fue muy cuidadoso al diseñar un pedestal desprovisto de todo elemento superfluo que pudiera distraer la atención hacia la imagen luminosa de la fellah. Trazó tan sólo los gráciles contornos de la entrada trapezoidal y la cornisa recta de un templo faraónico, aludiendo así al glorioso pasado del continente africano. En cambio, en el proyecto desarrollado para Laboulaye, Bartholdi siempre estuvo consciente de que él no sería quien concebiría el pedestal de su Libertas. En efecto, en 1875 se había estipulado con todas sus palabras que, si bien Francia regalaría la estatua de 46 metros de altura y 100 toneladas de purísimo cobre de Noruega, los Estados Unidos se unirían al esfuerzo celebratorio proyectando el pedestal y haciéndose cargo de los costos y trabajos de erección de todo el monumento.
López Luján, Leonardo, “Una pirámide veracruzana para la Estatua de la Libertad”, Arqueología Mexicana núm. 108, pp. 78-83.
• Leonardo López Luján. Doctor en arqueología por la Université de Paris X. Investigador del Museo del Templo Mayor y profesor de la Escuela Nacional de Conservación, Restauración y Museografía, ambos del INAH.
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