Valle del Mezquital
Abajo, en el valle –o en los valles, pues no hay uno sino siete– la tierra huele a desierto, con algunos oasis. Arriba, en la montaña, tiene olor de coníferas, y la vida, en su tacañería, es, sin embargo, más generosa y aparece más de la connotación castellana de la palabra otomí: flechadores del cielo.
En la parte central de la región, la aridez se ha adueñado de la tierra y del cielo. En la tierra, el cactus erecto, el garambullo retorcido, los cardos capaces de florecer, a pesar de todo; el maguey, en espaciadas hileras, y el mezquite, pequeño gigante de la flora característica y nominativa, manto arisco sobre el polvo…
En el cielo, nubes que no rompen, gestación sin parto ni llanto, o largos espacios azules, limpios, serenos, material para la poesía que no puede gestarse aquí, tranquila como el cielo, sino espinosa y agresiva, protestante, airada con musicalidad de combate. Es demasiada luz para tan cortas galas.
Las llanuras, las hondonadas o breves elevaciones, salpicadas de manchas espinosas, hirientes, parecen la piel de un cuerpo eternamente lleno de maligna erupción. Por entre esas motas surgen los hombres que no quieren desarraigarse, que han de tener, pienso yo, una simbiosis parecida a la de los cactus, conservándose inexplicables, milagrosos, con savia y energías sostenedoras a través de los siglos, de confinaciones malditas y del olvido a que regularmente fueron condenados estos flechadores flechados, que no sé por qué peculiar resistencia, no manan ya por tantas heridas.
Imagen: Ex Convento de San Nicolás Tolentino, Actopan, Hidalgo. Foto: INAH.
Enrique Vela. Arqueólogo por la ENAH, editor. Desde hace 30 años trabaja en el ramo editorial. Editor de la revista Arqueología Mexicana.
Esta publicación puede ser citada completa o en partes, siempre y cuando se consigne la fuente de la forma siguiente:
Vela, Enrique (comp.), Luis Suárez, en Iturriaga, 2013, pp. 459-460. “Valle del Mezquital”, Arqueología Mexicana, edición especial, núm. 112, p. 47.