Renato Ravelo
El robo de alrededor de 140 piezas del Museo Nacional de Antropología el 24 de diciembre de 1985 despertó en el ciudadano común una plena conciencia del valor del patrimonio arqueológico, y durante los casi cuatro años que tardó en resolverse modificó de manera irreversible las historias alrededor de esa identidad asombrosa que se refleja en las huellas de civilizaciones remotas.
Hasta el momento los canales que conectaban saqueo y coleccionismo habían permanecido estables, casi ocultos, como sucede con la dinámica de todos los delitos. Hacía apenas 13 años que el coleccionismo de facto había sido considerado una conducta no solamente antisocial, como es el caso de cualquier agravio, sino que lo convenía en un atentado federal, es decir, a la nación, a la memoria de lo que somos.
En ese lapso algunos aficionados a los objetos prehispánicos regularizaron su situación al declarar el contenido de sus colecciones, algunas hechas por hallazgos casuales o poco inducidos en visitas al campo, si bien en muchos casos se trataba de auténticos tratos comerciales: “idoleros”, como se les conocía. recorrían las regiones pródigas de piezas, las adquirían a campesinos y contaban con una cartera de clientes a quienes sabían que se las podían ofrecer.
En otros casos, como el que documentaron los diarios el 28 de febrero de 1964, galeristas del centro de la ciudad, de la calle de Allende 84, habían encargado cortar a sierra una estela maya con el fin de facilitar su transportación. Cuando la policía atrapó a los propietarios encontraron, además, “un hombre sentado con máscara, perteneciente a la cultura maya; una escultura de piedra como espiga, representando a un individuo en cuclillas; una vasija plomiza con cara del dios Tláloc'', entre otras piezas. El coleccionismo, aunque ligado al saqueo, permitía que hubiera quien lo promoviera desde un local establecido. La red entre compradores y vendedores era relativamente visible.
Otra de las formas de relación con el patrimonio arqueológico sucedió apenas unos días después de la detención de los galeristas, en una historia que inició justamente cuando se decidió construir el Museo Nacional de Antropología, para el cual se esperaba contar con la escultura de Tláloc, que había sido rescatada a principios del siglo XX del lecho del arroyo Santa Clara, para luego pasar a custodia del pueblo de San Miguel Coatlichán.
Mujeres y hombres del pueblo se negaban a dejar partir al dios de la lluvia y en tres ocasiones boicotearon los transportes, al grado de que cien efectivos del ejército y varias patrullas acudieron a garantizar las condiciones mínimas de negociación, que finalmente hicieron desfilar el 16 de abril la majestuosa escultura acompañada de una fila de cinco kilómetros de seguidores hasta las instalaciones del aún por inaugurarse Museo Nacional de Antropología, diseñado por el arquitecto Pedro Ramírez Vázquez. A cambio, el pueblo obtuvo una escuela con ocho aulas, un centro médico, servicio eléctrico y la carretera que lo une con Texcoco.
Las crónicas de la época se solazaron en metáforas e imágenes, como la del maquinista que se quitó el gorro, respetuosamente cuando pasó junto a la escultura y tocó a manera de saludo tres veces el silbato. En ese contexto se inauguró el Museo Nacional
de Antropología.
Desde meses antes de diciembre de 1985, quienes efectuaron el robo en el Museo Nacional de Antropología estudiaron lo que se llevarían. Anotaron rutinas, turnos de los vigilantes e hicieron una pequeña investigación sobre el valor de las piezas. No se trató ni de "idoleros", ni de buscadores de selva con relativos conocimientos sobre el tema, sino de jóvenes de suburbios de clase media alta, que se habían enganchado a ese atajo social ilusorio y fatal, que es el narcotráfico, quizá apenas como consumidores.
La prensa adormilada del 25 de diciembre cimbró con la noticia a la población un día después. Por primera vez y de manera generalizada se adquirió en la mayoría, con ese fatalismo con que se valora lo perdido, un sentimiento fundador que para el caso de los habitantes de la ciudad de México se sumaba al de tragedia, que había devenido en solidaridad en respuesta a los sismos de septiembre.
El escándalo a nivel mundial espantó y paralizó a los ladrones del Museo Nacional de Antropología, quienes guardaron las piezas y esperaron. Conocieron entonces a una vedette que era novia de un traficante de drogas en Acapulco, convencidos de que el gran valor de su botín era inamovible. La indignación de quienes primero señalaron a los coleccionistas conocidos cesó con el tiempo, en tanto el narcotraficante llevó una pieza muestra a un contacto mayor del norte. Éste fue atrapado y ofreció información sobre el caso del que toda la sociedad hablaba, casi ya sin expectativas de solución.
La aparición de las piezas, lote valioso que incluía la ofrenda de Pakal y el llamado Mono de obsidiana, que registró la prensa el 12 de junio de l989, provocó algo más que una primera plana, sin llegar a convertirse en ese proceso festivo que los nacionales gustamos de inaugurar. La fecha incluso se pierde en la memoria de la mayoría, como un sello para el olvido.
Renato Ravelo. Periodista. Se tituló en la UNAM (2004) con una tesis sobre coleccionismo y saqueo arqueológicos. Participó en el taller de Gabriel García Márquez. Premio de Periodismo Cultural Fernando Benítez en 1999.
Ravelo, Renato, “1985: el año que no se perdió”, Arqueología Mexicana núm. 72, pp. 70-71.
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