Tenemos noticias de ciudades perdidas donde vivieron los antiguos mexicanos en tiempos primigenios o que visitaban y conocieron en circunstancias particulares: sueños, iniciaciones o experiencias límite. Los lugares perdidos o imaginados son parte de la narrativa fantástica en todas las culturas y geografías; Las ciudades invisibles de ltalo Calvino se cuentan entre los mejores exponentes de este género; cada una de sus ciudades tiene nombre de mujer y es un relato de Marco Polo al Gran Khan.
También los europeos soñaban con lugares utópicos, que creyeron hallar o buscaron afanosamente a su llegada a América. Al preguntar a los nativos por riquezas oían descripciones que correspondían a un concepto diferente de riqueza, belleza o magia. Los recién llegados entreveían, tras estos relatos, sus propias ciudades perdidas, como consta en cualquiera de los primeros cronistas del nuevo Mundo. Sus propios deseos y sueños los llevaron a la búsqueda de El Dorado, la Fuente de la Eterna Juventud, las Siete Ciudades ele Cíbola, Calafia, la Isla de San Borondón, la Tierra de Orfis, las Minas del Rey Salomón. Como si se tratara de encantamientos en una novela de caballería, describen amazonas, sirenas, tritones, hombres sin cabeza, grifos, pigmeos y muchas otras deformidades naturales, que no son sino las palabras europeas de su tiempo para lo desconocido. O bien exageran las maravillas, excelencias y dones de tierras ni siquiera imaginadas, adornándolas de camellos, elefantes, vergeles, turquesas, oro y plata: verdaderos paraísos terrenales fértiles se despliegan junto a lo "salvaje" e incomprensible. También, en su celo evangelizador, pretendieron crear una Nueva Jerusalén o un Reino Milenario en América: un nuevo territorio para la fe abriría nuevos tiempos y revelaciones de la misma. El espejismo, como la ambición, fue motor de todos los adelantado y exploradores.
Tanto en la narrativa indígena como en la mestiza abundan los relatos en que los protagonistas entran a lugares sobrenaturales usualmente inaccesibles, donde se deben pasar pruebas: las cosas y las normas son inversas, como en los espejos; la comida es nauseabunda y asquerosa; el tiempo transcurre a otro ritmo, lo que parece apenas unos días resulta ser décadas cuando el protagonista regresa a su realidad cotidiana. Son habitados por deidades, seres sobrenaturales, dueños, muertos. La influencia cristiana con frecuencia los hace semejantes a la Gloria y el Infierno.
Se llega a estos lugares tras una agonía, la seducción o el pacto con algún santo o demonio. la transgresión de una norma o el mero azar. Se accede a través. de cuevas, simas o resquicios. Se debe arribar en el tiempo exacto donde esos mundos se abren: tras el tañido de una campana, la caída de un rayo, en fecha exactas, en la duermevela o los tiempos ambiguos. Se vive la estancia allá como revelación, sueño, hechizo o iniciación. Pocos son quienes regresan para dar cuenta de aquellos sitios, todo contacto con estos lugares produce contaminación. Ningún trato entre vivos y muertos, entre deidades y profanos, entre lo salvaje y lo civilizado es permisible, y siempre entraña peligro. La descripción de estos sitios linda con el sueño y el delirio. Casi nunca se puede traer nada de aquellos lugares. Las riquezas se vuelven carbón, hojarasca o excrementos: los dones se desvanecen y , con frecuencia, semejantes tránsitos se pagan con la vida. Quienes logran atravesar las fronteras y regresan, conservan un relato siempre incompleto de cuanto vivieron.
Tomado de Elisa Ramírez, “Tierras de maravillas”, Arqueología Mexicana núm. 67, pp. 20-21.