Bolonchén, Campeche
John L. Stephens
Bolonchén deriva su nombre de dos palabras de la lengua maya: bolon que significa nueve, y chen que significa pozo, lo cual reunido quiere decir nueve pozos. Desde tiempo inmemorial, en efecto, nueve pozos formaban en la plaza el centro de esta población, y aún se ven en la misma plaza los tales pozos. [...]
Mas en aquél [año], con motivo de la prolongada duración de la estación lluviosa, se había mantenido provistos por más tiempo y aún conservaban abundante agua. Sin embargo, acercábase a gran prisa el tiempo en que estas aguas iban a agotarse, y los habitantes debían acudir a proveerse a una extraordinaria caverna distante media legua del pueblo. [...]
Había una gran dificultad en nuestro proyecto de visitar la cueva en aquella circunstancias. Desde que comenzó la estación lluviosa, había dejado de frecuentarse; y cada año, poco antes de comenzar de nuevo a recibir la visita de los habitantes del pueblo, empleábanse varios días en reparar las escaleras. Pero como aquella vez era la única oportunidad que teníamos de verla, determinamos hacer la prueba.
El cura se encargó de hacer los necesarios aprestos, y después del almuerzo nos pusimos en marcha en medio de una larga procesión de indios y de vecinos. Como a media legua de distancia del pueblo, camino de Campeche, penetramos en una amplia vereda que seguimos hasta entrar en un pasadizo tortuoso. Bajando gradualmente por él llegamos al pie de una ruda, elevada y caprichosa abertura practicada bajo una atrevida bóveda de rocas pendientes, con el aire de una magnífica entrada a un gran templo destinado al culto del dios de la Naturaleza.
Desembarazámonos de los atavíos que pudieran servirnos de dificultad y siguiendo al indio que debía guiarnos, provistos de una antorcha de viento, entramos en la salvaje caverna, que iba haciéndose más y más obscura conforme avanzábamos. Como a distancia de sesenta pasos el descenso se hizo precipitado, y bajamos por una escalera de veinte pies. En este sitio desapareció hasta el último vestigio de luz que venía de la boca de la caverna; pero muy luego llegamos al borde una inmensa bajada perpendicular, en cuyo fondo mismo caía una masa luminosa, que pasaba por medio de una abertura practicada en la superficie de la colina, y que tenía doscientos diez pies de profundidad, según pudimos saberlo después tomando las medidas. Al situarnos en el borde este precipicio bajo una inmensa cobertura de rocas vivas, que todavía parecía más obscura y sombría por el rayo de luz que penetraba por la abertura superior, las gigantescas estalactitas y los enormes picachos de piedras parecían revestidos de las formas más caprichosas y fantásticas, y tomaban el aire de animales monstruosos, o de las deidades de un mundo subterráneo.
Desde el borde del precipicio en que estábamos descendía una enorme escalera, de la construcción más tosca que puede imaginarse, llevando perpendicularmente hasta el fondo de la abertura. Tenía de setenta a ochenta pies de largo sobre unos doce de ancho, y estaba construída de rudas ramas atadas entre sí y sostenidas por estacas horizontales apoyadas en la roca, por toda la prolongación del descenso. La escalera era doble y dividida por el centro en dos ramales; y además todas las ataduras eran de mimbres. Su aspecto nos pareció bastante precario e inseguro, confirmándonos los malos precedentes que habíamos oído sobre la dificultad de penetrar en una caverna tan extraordinaria.
Tomado de John L. Stephens, Viajes a Yucatán, ilustraciones de Frederick Catherwood, traducción de Justo Sierra O’Reilly, “Bolonchén, Campeche”, Arqueología Mexicana núm. 83, pp. 44-45.
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