Leonardo López Luján
Los tepanecas fueron diestros talladores de basalto que desarrollaron en sus principales asentamientos escuelas plásticas de alto nivel. Según las fuentes históricas del siglo XVI, eran convocados con frecuencia por los soberanos de Tenochtitlan para labrar importantes monumentos públicos. Por desgracia, son relativamente pocas las esculturas de Coyoacán que han llegado hasta nuestros días.
La visita de iglesias y casonas coloniales en la ciudad de México suele deparar gratas sorpresas no sólo a los aficionados del arte novohispano, sino también a los interesados en la plástica de las sociedades anteriores a la conquista europea. Por ejemplo, en el número 107 de Arqueología Mexicana nos referíamos, junto con el maestro Alberto Peralta de Legarreta, a un antiguo tepetlacalli o cofre de piedra del Posclásico Tardío (1250-1521 d.C.) que se localiza en el interior de la capilla del Cuadrante de San Francisco, en Coyoacán. Se trata de un prisma cuadrangular de basalto que mide 62 cm por lado y 25 cm de altura, y cuyas paredes laterales están cubiertas por 12 mazorcas esculpidas en bajorrelieve. Este tepetlacalli hace hoy las veces de pila bautismal, función para la cual fue adecuado al ampliarse su cavidad superior y practicarse en uno de sus flancos una horadación circular de desagüe... En este artículo, abordaremos otros dos casos en viejas edificaciones coyoacanenses, aunque éstas civiles y del barrio de Santa Catarina.
Una cabeza de serpiente
La primera escultura que describiremos puede admirarse en la llamada Casa de Alvarado, ubicada en el número 383 de la calle Francisco Sosa. Esta bellísima mansión de estilo mudéjar data de la segunda década del siglo XVIII y es famosa porque sirvió de residencia a dos amantes del arte mesoamericano: la arqueóloga estadounidense Zelia Nuttall y el poeta Octavio Paz. En la actualidad alberga a la Fonoteca Nacional y encierra entre sus muros uno de los jardines más placenteros del sur de la capital.
Precisamente, entre cipreses, naranjos y encinos, se oculta una pequeña talla en basalto, cuya procedencia original nos es desconocida. Sus dimensiones alcanzan los 21 por 23 por 45 cm. La bióloga Norma Valentín, de la Subdirección de Laboratorios y Apoyo Académico del INAH, nos explica que de forma esquemática figura la cabeza de una serpiente venenosa. Por sus características pertenecería a la familia Viperidae y, posiblemente, al género Crotalus. Del animal se representaron las escamas supraoculares, las nasales y lo que parecen ser las postnasales. Entre el ojo y la narina hay una leve depresión que pudiera evocar el orificio termorreceptor. La boca está entreabierta y en su interior vemos largos colmillos –unos rectos y otros curvados hacia atrás–, además de una lengua bífida que se proyecta hacia afuera.
Un marcador de juego de pelota
Más interesante aún es la segunda escultura, resguardada con celo en el número 202 de la calle Francisco Sosa, domicilio de la Casa de Cultura “Jesús Reyes Heroles”. Ésta es una construcción un poco más tardía, de fines del siglo XVIII, que alguna vez alojó en su interior una modesta fábrica de papel. En nuestros días funge como un activo centro comunitario de enseñanza y esparcimiento.
Muy cerca de la entrada, el visitante encontrará la única talla de grandes proporciones que ha sido hallada hasta el momento en el núcleo urbano del asentamiento del Posclásico. Nos referimos a un excepcional tlachtemalácatl o marcador de juego de pelota. El renombrado arquitecto y cronista de Coyoacán Luis Everaert Dubernard intuye que habría sido descubierto hacia 1750, cuando se construyeron los cimientos del erróneamente llamado “Palacio de Cortés”, es decir, de la actual sede delegacional.
En contrapartida, el abogado José Lorenzo Cossío hijo afirma que esta pieza procede del montículo prehispánico conocido como “El Cerrito”, el cual se levantaba en la moderna confluencia de la calle Ignacio Allende con la avenida Miguel Hidalgo. Se refiere en particular a la antigua casa del Dr. Agustín Coronado, ubicada en Allende 5, así como a la casa con la que ésta colindaba al sur, predios hoy ocupados por una panadería y un restaurante de hamburguesas. Tomando en cuenta su superficie, Cossío estima que “El Cerrito” habría medido 20 m en sentido norte-sur, 40 m de este a oeste y de 8 a 10 m de altura.
Al respecto, vale la pena recordar que el equipo de nuestro colega Juan Cervantes, de la Dirección de Salvamento Arqueológico del INAH, recuperó recientemente rica información sobre este montículo prehispánico:
...en el borde oriental de la Plaza Hidalgo y bajo la calle Allende, se han registrado dos construcciones más. Una es una plataforma estucada, hecha con un núcleo de piedras y tierra, que se extiende por al menos 30 m siguiendo el eje de la calle. Otra, ubicada hacia el cruce con avenida Hidalgo, es un basamento con enlucido de estuco que debió contar por lo menos con un cuerpo superior escalonado... Es posible que ambos elementos formaran parte de una sola construcción que servía de base a la estructura ubicada bajo la Casa del Cerrito (Cervantes et al., 2014, pp. 45, 48).
Lo interesante para nuestros propósitos es que, según Cossío, unos conocidos suyos le contaron que solían jugar en dicho montículo a fines del siglo XIX, “siendo estas mismas personas las que afirman que en ese lugar se encontró un disco para juego de pelota y cosas semejantes”. En fin, cualquiera que sea el origen exacto del tlachtemalácatl, lo cierto es que pertenecía a una cancha enclavada en el área cívico-ceremonial de Coyoacán, la cual reunía varios basamentos piramidales, plataformas y plazas.
Tal y como se constata en una fotografía en blanco y negro del Archivo Casasola, este marcador de juego se exhibía hacia 1930 en el extremo septentrional de la Plaza Hidalgo. Diez años más tarde seguía en el mismo lugar, aunque ahora sobre un pedestal de mampostería, según se observa en un par de imágenes de época publicadas por Cossío. A raíz de la remodelación del jardín en los años setenta, la escultura siguió un recorrido incierto, haciendo estancias sucesivas en un cuarto del edificio delegacional, una bodega del servicio de limpia, el jardín del Foro Cultural Coyoacanense, una sala para exposiciones temporales del Museo Nacional de Antropología y, por último, el jardín de la Casa Reyes Heroles. Allí hemos podido fotografiarlo y dibujar sus relieves con Fernando Carrizosa y Michelle De Anda gracias a la cortesía del señor Rubén Haro.
El tlachtemalácatl de Coyoacán fue tallado en un sólido basalto y mide 80 cm de diámetro máximo, en tanto que su abertura interna tiene 19 cm de diámetro. En ambas caras presenta bajorrelieves no del todo nítidos que han sido interpretados como cuatro coyotes por Everaert Dubernard o como un perro acompañado de una mariposa por Ramzy Barrois. Sin embargo, un examen visual minucioso y con distintas iluminaciones deja en claro que se trata de un individuo de sexo masculino, tendido hacia arriba y decapitado. Viste faldellín triangular, braguero y sandalias con taloneras, así como una nariguera tubular de piedras verdes (chalchiuhyacámitl), muñequeras y ajorcas bajo las rodillas. De manera reveladora, porta una insignia de mazorcas (cénmaitl) en la base de la espalda y parece sujetar otra con una de sus manos.
Todos éstos son buenos indicios de que el personaje sacrificado es el mismísimo Centéotl, el dios del maíz, o alguno de sus representantes terrenales. Lo anterior va en consonancia con las recientes propuestas del distinguido arqueólogo Eric Taladoire, quien relaciona al juego de pelota, más que con ritos astrales, con ceremonias agrícolas de extracción de corazón y decapitación, así como con el complejo simbólico lluvia-humedad-fertilidad. Baste con evocar en este breve espacio la lámina 27 del Códice Borbónico, donde Centéotl aparece jugando a la pelota con Ixtlilton, Cihuacóatl y Ehécatl-Quetzalcóatl, deidades adscritas al mencionado complejo.
Leonardo López Luján. Doctor en arqueología por la Université de Paris X-Nanterre y director del Proyecto Templo Mayor, INAH.
López Luján, Leonardo, “Dos esculturas prehispánicas del barrio de Santa Catarina en Coyoacán”, Arqueología Mexicana núm. 143, pp. 18-23.
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