Una mirada al Teocalli de la Guerra Sagrada

Miguel Pastrana Flores

En 1831 se encontró en los cimientos del torreón sur del Palacio Nacional, en la ciudad de México, una antigua escultura, la cual fue descrita por el entonces ministro de Relaciones Interiores y Exteriores, Lucas Alamán, como un “pedazo de piedra que tiene figuradas de medio relieve las armas del Imperio Mexicano y otros signos” (Caso, 1927, p. 7). En ese momento no se pudo recuperar el monolito, por lo que se volvió a cubrir y se puso una señal en el lugar donde se encontraba. Noventa y cinco años después de estos hechos, y cuatrocientos cinco después de la caída de Tenochtitlan, a fines de julio de 1926, la pieza fue reencontrada, recuperada y, el 13 de agosto de ese año, ingresó al Salón de Monolitos del Museo Nacional, entonces ubicado en el número 13 de la calle de Moneda en el Centro Histórico de la Ciudad de México.

En general, el monolito de basalto presenta un buen estado de conservación, aunque ya para 1926 había perdido la capa de cal y el color que con certeza originalmente lo cubrían, aunque quedaban rastros de “un tono rojo que cubre todavía algunas partes del relieve” (Caso, 1927; p. 11). La cara posterior de la escultura presenta mayor desgaste, especialmente en la parte inferior izquierda, pues, según Ramón Mena, “la cara posterior conserva huellas de los barrotes de hierro de Vizcaya de una ventana baja del primitivo Palacio y que reposó sobre la cara dicha de la piedra” (Mena, 1928, p. 605). Mientras que Alfonso Caso afirma que esa parte “estaba arriba y [era] por la que pasaba un albañal; lo que explica el deterioro que sufrió” (Caso, 1927, p. 11). Sea como fuere, el desgaste del monolito justo en ese lugar ha tenido consecuencias para su análisis, como se verá más adelante.

Desde su recuperación e incorporación a las colecciones del Museo Nacional, la piedra fue objeto de atención y estudio; de inmediato saltó a la vista que tiene la forma de un templo nahua a escala, de un teocalli, que está cubierto en casi todas sus caras por excelentes relieves con múltiples signos, diversos jeroglíficos y figuras de dioses, sacerdotes o gobernantes que hacen penitencia y proclaman la guerra. Desde un primer momento llamó especialmente la atención el relieve, en la parte posterior de la escultura, de un águila que se posa sobre un nopal que, a su vez, crece sobre el cuerpo de un personaje de difícil identificación. Por obvias razones, los sabios del museo procedieron a su estudio y pronto tres de ellos, Ramón Mena, Enrique Juan Palacios y Alfonso Caso, expusieron y publicaron el resultado de sus respectivas investigaciones. En su estudio, Caso destacó la presencia de los signos atl tlachinolli, que vinculó a la guerra, especialmente a la llamada xochiyaóyotl, “guerra florida”, a la cual, siguiendo a Eduard Seler, conceptualizó como una guerra sacra, por eso afirmó que la “guerra sagrada es la idea fundamental de la piedra” (Caso, 1927, p. 16). Idea que resumió en el título mismo de su trabajo El Teocalli de la Guerra Sagrada, y que se ha convertido en un referente de estudio y en el nombre de la escultura. Después del trío inicial de investigadores, el Teocalli ha sido estudiado por una pléyade académica, entre quienes se puede nombrar a Gordon Elkhom, Richard Townsed, Emily Umberger, Paul Gendrop, Iñaki Díaz Balerdi, Michel Graulich, Ma. Teresa Uriarte, William L. Barnes, Xavier Noguez y Ma. Teresa Neaves, entre otros.

Tomado de Miguel Pastrana Flores, “Una mirada al Teocalli de la Guerra Sagrada”, Arqueología Mexicana, edición especial, núm. 124, pp. 66-71.