Envejecimiento y muerte

Según lo establecen los ritos cosmogónicos nahuas la vida, yoliztli, surge de la instauración de la dualidad
y del movimiento subsecuente, ollin, que anima al mundo mediante el ascenso evolutivo y el descenso involutivo tanto del Sol como de la Luna. En efecto, la cesación de este movimiento hubiera significado el regreso al caos primordial. Entre otras funciones religiosas, el sacrificio humano buscaba preservar la vitalidad del ciclo solar alimentando al astro-rey con corazones palpitantes. Por otra parte, cada mañana, al alba, se decapitaban algunas codornices con cuya sangre se alimentaba al Sol y a la Tierra. De igual manera el envejecimiento ineludible de los seres y de las cosas constituía un problema cultural, ya que encaminaba el mundo hacia su destrucción. Para detener el avance del tiempo hacia un cataclismo universal, las colectividades indígenas encontraron en la muerte la redención de la entropía letal (es decir, una pérdida de energía): lo que no muere periódicamente envejece peligrosamente y amenaza con llevar el mundo hacia el caos por “inanición" cósmica. La muerte juiciosamente infligida se volvió, en este contexto, el principio regenerador por excelencia. Morir a tiempo para no morir del todo, ames de que el envejecimiento consumiera totalmente al ser, permitía regenerarlo en el vientre fecundo de la madre-tierra. De no ser así, la degradación entrópica, físicamente visible, podía alcanzar los niveles espirituales del ser y dificultar su regeneración, por lo que había que morir, o infligir la muerte antes de que fuera demasiado tarde.  

 

Cada 52 anos: la muerte regeneradora del tiempo

La alternancia del día y de la noche, del Sol y de la Luna, estableció in illo tempore el movimiento vital, es decir, el tiempo. A partir de este momento, la inexorable cronología permitió la manifestación existencial, pero implicó también la regresión involutiva de todo cuando había existido.

Motor del tiempo, el Sol estaba sujeto, sin embargo, a los determinismos entrópicos de la duración. Si bien envejecía y se regeneraba diariamente, y cada año, su ciclo de vida se limitaba a 52 años, después de los cuales tenía que morir para evitar una peligrosa entropía que podía conducir el mundo al caos. Al describir la ceremonia del xiuhmolpilli, "atadura de años'', generalmente se hace hincapié en la producción del Fuego Nuevo y no se toma en consideración que a la aparición de éste debía anteceder la muerte ritual del Fuego Viejo y de los años que le correspondían. Se hacía la cremación y el enterramiento solemnes de un haz de 52 cañas, las cuales representaban los 52 años "difuntos" que se iban a regenerar en el espacio-tiempo de la muerte.

Después de esta ceremonia luctuosa, de las cenizas del tiempo "muerto" renacía la lumbre del futuro y se sacaba el fuego nuevo sobre el pecho abierto de una víctima, aunque, sin duda, era la muerte del tiempo lo que propiciaba su propio renacer. Quetzalcóatl había establecido el modelo ejemplar de esta muerte redentora al fallecer después de 52 años de existencia, prenderse fuego y renacer, en Tlillan, Tlapallan, como lucero del alba.

 

Tomado de Patrick Johansson K., “La muerte en Mesoamérica”, Arqueología Mexicana núm. 60, pp. 46-53.

 

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