La misión imposible de Tomás Murphy

Leonardo López Luján, Marie-France Fauvet-Berthelot

El Archivo Histórico de la Secretaría de Relaciones Exteriores atesora un expediente de los años 1824-1829 que nos revela la importancia que las antigüedades prehispánicas habían cobrado a principios del México independiente, así como las preocupaciones que ocasionaba su exportación, aunque ésta no estuviera prohibida por la legislación entonces vigente.

 

Unos comienzos difíciles

Para 1824, a escasos tres años de la consumación de la independencia, nuestro país ya había experimentado los sinsabores de un imperio fallido, había sido encabezado por un efímero triunvirato y comenzaba el primer ensayo de su larga y muy trompicada vida presidencialista con la elección del general Guadalupe Victoria. En medio de tal marasmo político, España no se resignaba a perder la más preciada de sus posesiones de ultramar: las fuerzas del brigadier José María Coppinger, guarecidas en la fortaleza de San Juan de Ulúa, seguían asolando el puerto de Veracruz, en tanto que desde la metrópoli se cocinaba a fuego lento una expedición de reconquista. Como respuesta, el gobierno de México no sólo enfrentó y logró aniquilar por la fuerza de las armas ese último reducto colonial del Golfo, sino que emprendió una agresiva política diplomática para lograr que las cortes europeas enemigas de España reconocieran la existencia de la joven nación, instauraran con ella relaciones amistosas y la apoyaran en sus balbucientes inicios. Así lo demuestran los nombramientos y las diligencias de José Mariano Michelena y Sebastián Camacho como los dos primeros ministros plenipotenciarios ante Su Majestad Británica, de Manuel Eduardo Gorostiza como cónsul y agente comercial en los Países Bajos, y del polifacético Tomás Murphy como agente comercial y confidencial en París.

Estos pioneros de nuestra diplomacia también fueron instrumentales en la obtención de información privilegiada relativa a la percepción que se tenía de México en el extranjero y, sobre todo, acerca de eventuales conspiraciones en contra de los intereses de la patria. El agente Murphy, por ejemplo, emitió en aquellos años decenas de despachos clasificados como “mui reservados”, en los cuales ponía al tanto a sus superiores de noticias habidas “por medios secretos” y gracias a sus múltiples contactos en los puertos del Viejo Mundo (Weckmann, 1961: 17-27). Por citar un caso, en un comunicado del 20 de julio de 1824, los entera de que España había promovido la abdicación de Agustín de Iturbide para propiciar la anarquía en el país y que Fernando VII acababa de solicitar un empréstito en la bolsa para financiar una incursión punitiva contra México. Ésta tendría lugar, según lo planeado por el monarca, en octubre o noviembre de ese mismo año y conjuntaría 10 mil soldados peninsulares y 4 mil más de Canarias, Cuba y Puerto Rico. El despacho de nuestro agente apostado en París agrega que se sabía de buena fuente que la Gran Bretaña no impediría la invasión a cambio de futuras concesiones en el comercio americano, por lo que se sugiere que Michelena pida explicaciones al ministro inglés George Canning.

Ante la primacía del espionaje político en esta coyuntura histórica tan complicada, resulta notable que también se realizaran actividades de inteligencia relacionadas con el patrimonio cultural de México y, en particular, con el arqueológico. Nos referimos específicamente a una muy poco conocida misión que el mencionado ministro Sebastián Camacho asignó desde Londres al agente Murphy (Weckmann, 1961, pp. 137-138; Fauvet-Berthelot et al., 2007) y cuya documentación se puede consultar hoy en el expediente ahsre 2-2-2888 1829, del Archivo Histórico “Genaro Estrada” de la Secretaría de Relaciones Exteriores. Esta historia se suscitó hacia finales de 1826, cuando en la capital inglesa se propaló el rumor de que había llegado a París un cargamento de antigüedades mexicanas y que éste se había puesto en venta al mejor postor. Al venir en conocimiento, Camacho solicitó le informasen “con reserva” sobre la naturaleza y el precio de dicha colección, instruyendo que se indagara con absoluta discreción cómo se había celebrado su compra en México y cómo había sido extraída del país.

 

Un agente confidencial malagueño

Antes de contar la historia de tan peculiar misión, abramos un breve paréntesis para hablar un poco de la vida del español Tomás Murphy Porro (1768-1830) y comprender mejor su actuación a favor de los mexicanos. A partir de los estudios de Gabriela González Mireles (2010, 2015) y otros investigadores modernos, sabemos que nuestro protagonista nació en Málaga y que era de padre irlandés y de madre oriunda de Gibraltar. Desde temprana edad, Murphy se integró a una exitosa dinastía familiar que había tejido una red internacional dedicada al transporte, distribución y venta a gran escala de caudales y mercancías. En 1791 y junto con su hermano Mateo, decidió establecerse en Veracruz para introducir en la Nueva España papel, naipes, vino, aceite y pasas que sus asociados les enviaban desde la metrópoli y exportar a cambio plata, tintes, azúcar y cacao.

La carrera de Murphy observó un vertiginoso ascenso a consecuencia de su boda en 1797 con Manuela Alegría y Yoldi, cuñada del virrey José de Azanza e hija del director de rentas y administrador general de la Caja de Veracruz. Es así como el malagueño comenzó a obtener las mejores licencias y concesiones del puerto, además de contratos secretos que le permitieron diversificar sus negocios, ampliar su red de socios y aprovechar una coyuntura inédita de libre comercio con Inglaterra, Jamaica y los Estados Unidos. La riqueza y el poder de Murphy se incrementaron entonces a tal grado que se convirtió en un pujante inversionista en la industria minera, asesor del gobierno colonial y miembro del consulado de Veracruz.

La vida de Murphy, sin embargo, daría un giro radical hacia 1811, cuando empezó a involucrarse en la política local, asociándose a dos conspiraciones autonomistas y afiliándose a la sociedad secreta de Los Guadalupes que propugnaba la independencia de la Nueva España. Años después, fue electo diputado por la provincia de México ante las Cortes españolas. Participó así en las legislaturas de 1821 y 1822, las cuales tuvieron lugar en Madrid. Ahí tuvo gran actividad en los debates, especialmente en los relativos a los aranceles, el fomento a la minería y el sistema de hacienda. Aprovechó sus repetidas intervenciones para denunciar las trabas mercantiles y los monopolios impuestos desde Cádiz, y promovió una liberalización comercial que seguramente ayudaría a la continuación de las transacciones comerciales con España ante la inminencia de la emancipación de sus colonias americanas.

Tras el cierre de los trabajos en las Cortes, Murphy no regresaría nunca más a su patria de adopción. Se desempeñó empero como diplomático del gobierno mexicano, primero ante la Gran Bretaña y poco después ante Francia. Lamentablemente, sus misiones se interrumpieron en forma definitiva hacia mayo de 1827 por el decreto que prohibía a los españoles por nacimiento ocupar cargos en los llamados “Poderes Generales” en tanto España no aceptara la independencia de nuestro país. En reconocimiento a sus eficaces servicios fue sustituido en noviembre de ese año por su hijo, el veracruzano y también diplomático Tomás Murphy y Alegría (ca. 1810-1869), quien pasaría a la historia por haberse sumado a la comisión que viajó a Miramar a ofrecer la corona de México al archiduque Maximiliano y, más tarde, por ocupar los cargos de embajador y ministro en el Segundo Imperio. En septiembre de 1829, Tomás Murphy padre pidió al presidente Vicente Guerrero lo eximiera de la medida de expulsión contra los españoles, permitiéndole así regresar a su añorado México, sueño que no se concretaría pues la muerte lo alcanzó unos meses después en la ciudad francesa de Toulouse.

 

Los resultados de las pesquisas

Regresemos ahora al 1 de febrero de 1827. En ese día Murphy mandó un informe detallado de su misión al ministro Camacho, quien lo turnó a la ciudad de México, solicitando al oficial mayor del Ministerio de Relaciones que lo pusiera a la vista del presidente Victoria. El agente confidencial explica en dicho informe que, “por no alarmar” al propietario de la colección de antigüedades, se valió de “una tercera persona” que se hizo pasar por un comprador potencial. Con posterioridad, Murphy corroboró la información de su enviado acercándose él mismo “á pretexto de curiosidad á su casa mediante la recomendación de un amigo”. Fue de esta manera como averiguó que el propietario respondía al nombre de Latour Allard, que era un joven ciudadano francés nacido en Nueva Orleáns y que no hacía “misterio alguno de su negocio”.

De acuerdo con el catálogo que Murphy copió e hizo llegar al día siguiente a Camacho, Latour Allard proponía en venta dos lotes distintos: el primero estaba compuesto por 182 objetos prehispánicos, en tanto que el segundo constaba de 120 dibujos en tinta china (entre los cuales había “uno completísimo” de la Piedra de Tízoc) y tres cuadernos manuscritos de la Real Expedición Anticuaria del capitán de dragones luxemburgués Guillermo Dupaix, de una pictografía indígena de 12 páginas elaborada con papel de maguey y que habría pertenecido al caballero milanés Lorenzo Boturini, además de 38 láminas coloreadas de indumentaria moderna y escenas populares (¿obra del italiano Claudio Linati?). El primer lote estaba tasado en 70 mil francos (equivalentes a unos 14 mil pesos fuertes) y el segundo en 75 mil (alrededor de 15 mil pesos fuertes), si bien Latour Allard prometía una rebaja a quien adquiriera ambos, además de un regalo consistente en tres recipientes con flores del árbol de las manitas conservadas en aguardiente y una colección de minerales.

Murphy adjuntó al referido catálogo la transcripción de una carta de recomendación firmada el 28 de julio de 1826 por el mismísimo Alexander von Humboldt. Sin embargo, esta carta hacía un flaco favor a las intenciones de Latour Allard, pues decía que los objetos de la colección eran obra de un pueblo “semibárbaro” y que los dibujos de la Real Expedición Anticuaria, dignos de la biblioteca de un monarca, se distinguían por “su ingenua simplicidad” que “corrobora la veracidad del testimonio”. Agreguemos, por último, que Latour Allard le comentó a Murphy, seguramente para incitarlo a la compra, que el Museo del Louvre había mostrado interés por la colección arqueológica y que él mismo mandaría grabar y publicar los dibujos de la Real Expedición, para lo cual contaba ya con 200 suscriptores.

 

Leonardo López Luján. Doctor en arqueología por la Université de Paris X-Nanterre y director del Proyecto Templo Mayor, INAH.

Marie-France Fauvet-Berthelot. Doctora en prehistoria por la Université de Paris I-Sorbonne y miembro del Consejo de Administración de la Société des Américanistes.

 

López Luján, Leonardo, Marie-France Fauvet-Berthelot, “La misión imposible de Tomás Murphy”, Arqueología Mexicana núm. 135, pp. 16-23.

 

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