Los nombres del Nevado de Toluca

Bernardo García Martínez

Los topónimos (del griego tópos + onymos = nombre-de-lugar) tienen una personalidad especial. No sólo evocan el lugar que nombran, sino que parecen contener algo de su esencia y se mantienen vivos por siglos. Algunos llegan a ser casi sagrados, inamovibles, nombres que se deben pronunciar con sumo respeto, más aún, si están ligados a representaciones religiosas o patrióticas. Filólogos y otros estudiosos buscan la congruencia entre etimologías y simbolismos, algo que puede ser complicado cuando se trata de topónimos prehispánicos.

El Nevado de Toluca, hermoso volcán que domina un amplio paisaje natural, es la cuarta cumbre más alta de México. También se le conoce como Xinantécatl, nombre de raíz náhuatl. Esta montaña se ha convertido en uno de los símbolos del estado de México, de modo que su topónimo forma parte de un conjunto de tradiciones y referentes culturales. Con esto en mente, no han sido pocos los esfuerzos dedicados a la difusión del nombre Xinantécatl, reputado como más auténtico o autóctono. Hoy en día es el nombre oficial, aunque la mayor parte de la gente sigue llamando a la montaña Nevado de Toluca, aun reconociendo que es un apelativo inexacto (lo de “nevado” le es aplicable sólo por excepción) y que no es un nombre propio específico.

Pero Xinantécatl es una palabra que ha causado quebraderos de cabeza porque no es de uso tradicional, (como Popocatépetl o “El Popo”), y sí muy difícil de entender. Considerando que la solución al problema radica en darle un significado, algunos estudiosos le han buscado una etimología lógica y correcta. Nadie lo ha hecho con más empeño que el erudito mexiquense Javier Romero Quiroz, quien después de examinar varias propuestas, concluyó que se trata de una derivación de Tzinacantécatl, gentilicio correspondiente al inmediato pueblo de Zinacantepec (“Cerro del Murciélago”). La terminación -técatl cabe señalar, se halla asociada a nombres de montañas, como el Poyauhtécatl (un nombre antiguo del Pico de Orizaba bien documentado), Tepoztécatl (el conocido “Tepozteco” del valle de Cuernavaca) y varios más.

Romero Quiroz rechaza otra alternativa que hay, Chicnauhtécatl (“Morador del Lugar del Nueve”), debido a que su etimología conduce a un resultado “ilógico” y no deseado. Frente a situación tan difícil, el binomio Tzinacantécatl-Xinantécatl resulta aceptable a la luz de consideraciones etimológicas y circunstanciales. Se trata de nombres “toponímicamente correctos”.

Sin embargo, ejercicios etimológicos como éste (y los precedentes de Antonio Peñafiel, Cecilio Robelo y otros) tienen un sesgo: dan por hecho el nombre “correcto” de la montaña o alegan cuál debería ser, pero desestiman la evidencia de cuál fue el nombre prehispánico o autóctono. Así, habrá que buscar este ansiado topónimo no en la etimología sino en la historia, sin pretender que haya tenido uno y sólo uno (además de que seguramente tuvo nombres en matlatzinca y otomí, las lenguas propiamente autóctonas).

Hay que tomar nota de que entre los lugares y sus topónimos la relación no es siempre constante, pareja o lógica. Los lugares cambian de nombre, o puede haber dos o más topónimos para un mismo sitio (algo común tratándose de montañas y ríos). Otros nombres son traducidos, corrompidos o reescritos siguiendo modas ortográficas. Muchos topónimos evocan algún rasgo del medio físico o la población, pero otros son totalmente subjetivos, anacrónicos o incongruentes a la vista de las localidades correspondientes. Casi siempre es explicable el origen de un nombre (sea elaborado, sea producto de una mera ocurrencia), pero hay algunos tan ajenos a la lógica o la gramática como cualquier interjección. Éstas no son ni virtudes ni fallas: los topónimos, sencillamente, son así, no como “deberían ser”.

Los hechos a considerar son bien sencillos: en los testimonios disponibles de la época colonial temprana que se apoyan en evidencias prehispánicas sólo aparecen los nombres Chicnauhtécatl (o la variante Chicnahuitécatl) y Volcán de Toluca. Documentos, testimonios y relatos posteriores recurren sólo a este  último (o, rara vez, Nevado, es decir, Volcán Nevado), y a veces hablan de la Sierra Nevada.

La voz Chicnauhtécatl está respaldada por dos fuentes muy confiables: la relación de Temascaltepec, de 1585, del alcalde mayor Gaspar de Covarrubias, y la obra de Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, el historiador texcocano que escribió hacia 1625. La primera de estas fuentes dice, a mayor abundamiento, que Chicnauhtécatl significa “Nueve Cerros”. Esta traducción ha sido calificada como errónea (y tal vez lo sea desde el punto de vista rigurosamente etimológico) pero eso no descalifica la veracidad del dato. Además, el nombre se asocia estrechamente al de Chicnahuapan (“Nueve Aguas” o “Nueve Manantiales”), topónimo náhuatl del río Lerma, de modo que hay un referente común a ambos. Así, independientemente de consideraciones etimológicas y variantes ortográficas (que no es posible discutir en el breve espacio de esta nota), la evidencia es inequívoca en cuanto que el Nevado de Toluca se identificaba como Chicnauhtécatl, y esta voz es la más próxima que conocemos a lo que probablemente fue el topónimo náhuatl prehispánico del Nevado de Toluca.

Xinantécatl y Xinacatécatl (¿Xinacantécatl?) aparecieron, acaso por primera vez y sin explicación alguna, en la “Estadística del Departamento de México” incluida en los Anales del Ministerio de Fomento de 1854. Es posible que también se les encuentre en algún texto anterior, aunque eso habrá que investigarlo. El que en el mismo libro se citen las dos formas puede indicar que se utilizaban ambas. La segunda pudo recoger un uso local originado en Zinacantepec, aunque no hay más referencias históricas de ese uso, que no parece haber subsistido. También puede ser que la inconsistencia haya sido producto de un descuido editorial, frecuente en esa publicación.

No es imposible que Xinantécatl proviniese de Tzinacantécatl (como quiere Romero Quiroz), pero es más probable que haya sido un derivado del antiguo Chicnauhtécatl, concediendo que el topónimo se conservaba vivo entre la población local y de ella lo recogieron los compiladores de la “Estadística”. La explicación ordinaria sería la de que esta palabra se corrompió, pero es posible lanzar una hipótesis más, tan perversa como fascinante: que todo vino del modo como el nombre se escribió o se copió. El que oyó Chicnauhtécatl pudo haber escrito Xinautécatl (una transcripción pobre, pero no necesariamente una palabra corrompida). En cualquier momento se haría presente el error muy común de trocar u por n, dejando la incógnita del Xina?técatl. Acaso el buen cajista que formó los Anales de 1854 no lo pensó mucho u olvidó sus gafas y lanzó al mundo una nueva palabra. Luego difundieron ese nombre quienes lo leyeron, no quienes lo oyeron.

Hija de la corrupción o de la vista cansada o simple resultado de una encrucijada de posibilidades, Xinantécatl fue una voz que nació y se difundió con suerte en una época en que empezaba a ponerse en boga el rescate (e incluso la siembra) de topónimos nahuas. Su oscuro significado la hacía doblemente intrigante. Casi nadie la entendió y hubo que inventarle significados tan extravagantes como el de “Señor Desnudo”. Sólo un conocedor del pasado mexicano, Manuel Orozco y Berra, sostuvo el nombre Chicnauhtécatl, pero no entró en las discusiones etimológicas y no mereció atención. Entre tanto el nuevo nombre del Nevado de Toluca alcanzó el prestigio de una denominación oficial, sobre todo una vez que se le halló la etimología “toponímicamente correcta” (y también políticamente correcta) que tanto se buscó. Ahora, a casi 150 años de que salió a la luz, ¿estaremos frente a uno de esos topónimos sacralizados e inamovibles, o valdrá la pena romper una lanza por el olvidado Chicnauhtécatl?

 

Bernardo García Martínez (1946-2017). Doctor en historia; profesor de El Colegio de México. Autor de obras sobre historia de los pueblos de indios, historia rural y geografía histórica. Miembro del Comité Científico-Editorial de esta revista.

García Martínez, Bernardo, “Los nombres del Nevado de Toluca”, Arqueología Mexicana, núm. 43, pp. 24-26.

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