Luis Alberto Herrera Gil
Mediante el estudio de tres localidades - El Rosario, San Juan de la Costa y El Carrizal- se analizan aquí los paisajes de la actual península de Baja California, en los que de alguna manera se encuentra codificada la información de paisajes de épocas pasadas, algunos en verdad sorprendentes.
La península de Baja California nos brinda algo más que las bellezas de un paisaje dominado por el contraste dramático entre mar y desierto. En lo que se refiere a este último, de hecho no encontramos en la península ningún desierto en el sentido estricto de la palabra, pero, en cambio, podemos toparnos con bosques de pinos. Existen, eso sí, zonas con diversos grados de aridez. La península está considerada como un laboratorio natural para cuestiones biológicas: lo ralo de la cubierta vegetal permite que también lo sea para aspectos geológicos y paleobiológicos. Por doquier puede observarse un registro de rocas y fósiles de una riqueza extraordinaria, el cual se encuentra, literalmente, a flor de piel. Esto nos brinda la oportunidad de recorrer la península en un sentido distinto al que lleva a cabo, por ejemplo, un turista tradicional. La manera en que se integran la parte física y la parte biológica del ambiente peninsular es notable, lo que ofrece un contraste suigeneris, como se verá más adelante.
En el presente trabajo queremos que el lector nos acompañe a visitar algunos lugares del paisaje peninsular pero también, en cierto sentido, a realizar un viaje a través del tiempo, del tiempo geológico. Por lo mismo, habremos de encontrarnos con floras y faunas del pasado que poco o nada tienen que ver con el paisaje peninsular actual; y de eso se trata, de marcar el contraste. No pretendemos en este espacio tan breve hacer un recuento exhaustivo de los paisajes y paleopaisajes peninsulares; de hecho, hemos escogido tan sólo tres localidades a modo de ejemplo.
El Rosario
En primera instancia nos ocuparemos de la localidad de El Rosario, Baja California. Este pueblo se encuentra al sureste de la población de San Quintín y, a su vez, colinda al sureste con el mundialmente célebre Valle de los Cirios. En la población nos llama la atención la aridez del paisaje: pueden verse partes de roca y suelo desnudos dentro y fuera del poblado. Sin embargo, las rocas en las cuales se encuentra asentado materialmente el pueblo nos cuentan una historia que contrasta fuertemente con este paisaje. Conforme caminamos por los alrededores nos topamos con la flora nativa, toda micrófila (de hojas pequeñas), y con la fauna típica de este ambiente semiárido: iguanas y lagartijas de varias especies e incluso sapos cornudos (o "camaleones", como se les llama en el lugar); pieles abandonadas de serpientes: una rata canguro, guarecida del sol en un hueco; así como una gran cantidad de huellas de coyotes, las cuales se mezclan con las de los perros de las rancherías y las ocasionales de zorros y gatos monteses. Asimismo, en los paredones, en el suelo de los arroyos y en los deslaves ocasionales podemos encontrarnos con evidencia de un ambiente del pasado remoto, mucho más húmedo. Ese ambiente ofrece un contraste sin igual con lo que observamos en nuestro recorrido. Por todas partes se ven fragmentos de madera petrificada y, mucho más escasos pero no menos importantes, fragmentos de hueso y uno que otro diente.
A muchos les extraña constatar que en Baja California hubo dinosaurios. Tuvimos oportunidad de colaborar en la excavación del importante yacimiento de El Rosario en 1993, después de una amable invitación de los colegas de la Universidad Autónoma de Baja California que han estudiado la localidad por algún tiempo. Estos depósitos corresponden al Cretácico Tardío, esto es, hace unos 70 millones de años. Las características geológicas y paleobiológicas del lugar nos indican que en esos tiempos, cuando la península era un margen costero en la costa sur occidental de Norteamérica, se depositaban en El Rosario enormes volúmenes de sedimentos producto de la salida al mar de una gran corriente fluvial, es decir, los restos de un delta de gran tamaño. Al igual que en los sedimentos deltaicos recientes, en éste se mezclaban restos de seres que habitaban en los diferentes sistemas por los cuales pasaban la corriente. No es de extrañar, pues la naturaleza fragmentaria del registro. La madera petrificada presenta una afinidad principalmente con coníferas del grupo de las araucarias. Ocasionalmente, se localizaron acumulaciones de huesos, de los cuales algunas partes presentan caracteres específicos de ciertos grupos e incluso hay porciones de esqueletos parcialmente articulados que han permitido reconocer algunas formas de dinosaurios. Así, el hallazgo de una mandíbula completa y de grandes piezas articuladas de un esqueleto por parte de un investigador norteamericano indicó la presencia de dinosaurios herbívoros del tipo llamado hadrosaurino "pico de pato”, afines al género Lambeosaurus. La longitud del esqueleto es de aproximadamente 15 m. lo que lo convierte en el mayor reportado para ese género, cuyos ejemplares conocidos raramente alcanzan los 9 m. Sobresalen también los huesos y dientes sueltos de un carnívoro afín al afamado Tiranosaurus rex, el Albertosaurus, cuyo nombre actualmente está en discusión. Existe la propuesta de regresar al nombre genérico original de Gorgosaurus, el cual había sido sustituido por el de Albertosaurus (por haber sido identificado originalmente en la provincia de Alberta, en Canadá) en años recientes. Estos dinosaurios alcanzaban los 9 m de longitud y eran un poco más esbeltos y ornamentados que su famoso y robusto primo. Se cree que los lambeosaurios pudieron haber sido sus presas. En esta totalidad también se encontraron restos de cocodrilos y aves, así como un registro único muy importante de pequeños mamíferos, los cuates han sido estudiados por paleontólogos estadunidenses.
Luis Alberto Herrera Gil. Biólogo por la UNAM. Profesor-investigador en UABCS en el área de biología, geología histórica y paleobiología. Curador en jefe del Instituto de Historia Natural de la misma institución.
Herrera Gil, Luis Alberto, “Paisajes de Baja California pasado y presente ”, Arqueología Mexicana 62, pp. 24-27.
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