Eduardo Matos Moctezuma
Palabras pronunciadas el 2 de diciembre en la FIL de Guadalajara en el reconocimiento en honor de Alfredo López Austin.
Hace dos mil quinientos años, Herodoto, a quien muchos consideran el padre de la historia, escribió su libro Historiae, que comienza con las siguientes palabras: “Herodoto de Halicarnaso presenta aquí los resultados de su investigación para que el tiempo no abata el recuerdo de las acciones humanas y que las grandes empresas acometidas, ya sea por los griegos, ya por los bárbaros, no caigan en el olvido...”.
Muchos siglos han pasado desde que Herodoto hiciera estos planteamientos. El concepto de la historia se ha ido transformando al paso del tiempo y se presentaron diversas corrientes que tenían su propia idea acerca del quehacer del historiador, su metodología y alcances. Lo que sí parece haberse descartado es aquella idea de que la historia es “la sucesión de sucesos sucedidos sucesivamente...en sucesión”. En el proceso histórico vemos continuidades y discontinuidades; evolución y revolución, cambios cuantitativos y cualitativos. Es un concepto dinámico que permite analizar desde casos particulares hasta sociedades complejas que dejaron su impronta en el tiempo. De igual manera la historia irrumpe en el tiempo para buscar el hilo conductor de los pueblos del pasado y atiende el proceso de desarrollo de la humanidad, de un pueblo o de un personaje. Al estudiar la tesis de Ferdinand Braudel acerca de los ritmos en la historia, Alfredo plantea su idea del “núcleo duro” que concibe así:
La aplicación de la tesis braudeliana de los ritmos de la historia permite formular la distinción entre los diferentes ritmos de transformación en la continuidad histórica de la tradición mesoamericana y explicar en ella la díada unidad/diversidad. Esta díada se origina en el juego entre los procesos lentísimos de la transformación y otros menos lentos, hasta llegar a los elementos muy lábiles al paso del tiempo. El conjunto de los elementos de la cosmovisión caracterizados por su transformación más lenta se ha denominado núcleo duro” (López Austin, 2017, p. 17).
Ahora bien, en la amplia producción escrita de Alfredo López Austin he tomado el “Epílogo” del libro Hombre-dios, religión y política en el mundo náhuatl, para discernir quién es su autor. En el “Epílogo” leo lo siguiente:
Llego al final de una búsqueda de la causa de la perplejidad que ha provocado en los historiadores, por siglos, la biografía de Ce Ácatl Topiltzin Quetzalcóatl. Creo, en parte, la he encontrado, al ver que su misterio fue el de otros, y que su vida, la de muchos, fue casi la misma, pautada por un mito; y su historia, la de muchos, movida por quien mueve toda la historia: un pueblo sin nombres, sin rostros, que hace parir a la tierra.
He dado al lector errores entre verdades y cabos sueltos entre los atados. Es lo normal en estos casos, y ha de valer hasta para los ergotistas. Tuve necesidad de imaginar una vida de siglos para ubicar el problema, y esto, naturalmente, restó precisión al detalle. Ya me corregirán y ya me corregiré. Es la ley de quien trabaja (López Austin, 1989, p. 187).
Estas palabras nos llevan a reflexionar acerca de su contenido y la manera en que Alfredo concibe la historia y al historiador. Si atendemos al “Epílogo” mencionado, donde nos dice mucho en pocas palabras, veremos que, en primer lugar, se trata de una búsqueda de ese hombre-dios que varios estudiosos habían intentado con anterioridad; segundo, el encuentro que hace de una vida que, como dice, está “pautada por un mito”, y su historia es la de muchos creada por medio del motor en que se constituyen los pueblos que, como señala en una bella frase, logran hacer parir a la tierra. Y culmina su decir con la autocrítica que es parte integral del hombre sabio: he dado errores y verdades y cabos sueltos entre los atados... y es así como queda en espera de la crítica para corregir lo que haya que corregir, pues –nos dice– “es la ley de quien trabaja...”.
Todo lo anterior se vuelven normas que marcarán los trabajos de Alfredo, siempre tan llenos de sabiduría. Desde los más tempranos escritos tenemos a un López Austin joven de edad pero maduro en el saber, que lo llevará a sus libros más recientes, en los que vemos esa erudición y conocimiento en todos los temas que emprende. Su obra comienza con el libro La constitución real de México-Tenochtitlan, publicado en 1961 por la UNAM. Sin embargo, siempre he pensado que una obra que marcó la directriz de los trabajos subsecuentes fue Cuerpo humano e ideología. En ella vemos a un Alfredo sólido, que derrama conocimiento en cada página. Este parteaguas en su producción amerita ser analizada porque en este libro, publicado por la UNAM en varias ocasiones, el autor relaciona al hombre nahua con sus formas de pensamiento, su cosmovisión, su comprensión del mundo, todo ello en relación a la concepción de ese microcosmos que es su propio cuerpo. Acerca de esto nos dice: “Según los antiguos nahuas, el cuerpo humano está compuesto por partes de materia perceptible o “pesada”, y partes de materia ligera, imperceptible, que podemos denominar “entidades anímicas” (López Austin, 2017, p. 16).
Pero en todos sus libros y artículos no deja de estar presente el núcleo duro del propio Alfredo: rigor académico, profundidad en los temas tratados, conocimiento de los datos que aportan otras disciplinas, posición crítica y autocrítica, bibliografía que abarca de manera amplia lo relativo al estudio... y algo muy importante, buen manejo de la lengua española para expresar sus ideas y en no pocos casos buen conocimiento del náhuatl, del que ha traducido diversos textos.
Todo esto hace de nuestro homenajeado un investigador singular que discurre, propone y plantea aspectos que dan pie a reflexiones profundas a quienes lo leen. Pero no queda ahí la acción de Alfredo. La formación de nuevos cuadros de investigadores es algo que está unido a su quehacer de investigación, y así tenemos que su conocimiento se transmite por medio de los cursos que imparte a sus alumnos, las tesis que ha dirigido –de licenciatura, de maestría y de doctorado–, además de los consejos del buen maestro cuya generosidad es palpable. Siempre he sostenido que el buen Maestro –así, con mayúscula– es aquel que forma en el aula, pero también cuando es ejemplo de pasión y entrega en lo que hace. Y estos son atributos que sobradamente vemos en la figura de Alfredo López Austin. Rescato aquí la última frase de su “Epílogo”, cuando dice “Es la ley de quien trabaja” y vaya si Alfredo es ejemplo de trabajo constante.
Quiero terminar con algo que es parte de Alfredo: su libertad inquebrantable, que no se sujeta a nada ni a nadie. Su libertad que goza plenamente y lo lleva a escribir y a dialogar consigo mismo, tal como lo hicieran los antiguos tlamatinime y artistas nahuas cuando decían que dialogaban con su propio corazón. Para fray Bernardino de Sahagún los sabios nahuas eran poseedores de los códices, de la escritura y la sabiduría; eran guía veraz para los otros; conducían a las personas y eran cuidadosos. Suya es la sabiduría transmitida –nos sigue diciendo el franciscano–, él es quién la enseña, sigue la verdad. Maestro de la verdad, no deja de amonestar. Se fija en las cosas, regula su camino, dispone y ordena. Gracias a él la gente humaniza su querer y recibe una estricta enseñanza. Aplica su luz sobre el mundo.
Este es, en suma, Alfredo López Austin...
Eduardo Matos Moctezuma. Maestro en ciencias antropológicas, especializado en arqueología. Fue director del Museo del Templo Mayor, INAH. Miembro de El Colegio Nacional. Profesor emérito del INAH.
Matos Moctezuma, Eduardo, “¿Semblanza de un historiador?”, Arqueología Mexicana núm. 149, pp. 86-87.
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