3. Malhoras y maldosos
Los cuentos de tricksters, como les llamó Paul Radin, constituyen un género en sí mismos; y son aquellos donde el pequeño o débil vence con trucos, astucia, maña y picardía. Los europeos trajeron al Nuevo Mundo versiones en las que el pícaro era la zorra o la raposa –o Juan de Urdemalas. Estos cuentos tienen una plasticidad que permite enlazar múltiples episodios y fragmentos. En la narrativa normal, la acumulación de aventuras depende de la habilidad del cuentero y del interés de quienes escuchan, sí, pero también se suelen reunir los acontecimientos en ciclos. La mímica y la habilidad del narrador son mucho más relevantes que un orden en los episodios. Como ambos son pícaros, pueden adjudicársele perfectamente al conejo las travesuras del famosísimo Pedro de Urdemalas o Urdimalas –que todavía siguen contándose. Como su nombre indica, este muchachito no hace sino urdir maldades a costa de quienes confían en él –el cura es una víctima frecuente tanto de niños malhoras como de animales mañosos.
Los cuentos de pícaros existen en la literatura –oral y escrita– de todas las culturas. El pícaro, bufón, embaucador, tramposo o malhora comparte rasgos con los dioses creadores del mundo, y con los héroes guerreros que marcan pautas de conducta —en muchas cosmogonías americanas los héroes son humanos y animales. A partir de sus acciones se explican algunas características del mundo y en ellos encarna también el aspecto burlón, sexuado y voraz de los dioses primordiales. Ellos son quienes introducen la comedia en los mitos de creación y representan el caos carnavalesco y la digresión ante el orden y la norma.
También, los múltiples engaños se dan entre humanos. No encontramos en este género correspondencia entre una acción y sus consecuencias. Los éxitos no se ganan por mérito o por voluntad, sino por simple azar o mediante trampas. Los pícaros rara vez son movidos por buenos sentimientos o acciones piadosas: son mentirosos, haraganes y tontos, recompensados sin ser merecedores de los premios; y sus víctimas son castigadas sin haber cometido falta alguna. La arbitrariedad es absoluta: aquí no hay justicia, aunque sí revancha –así sea narrativa. Los cuentos de engaños entre humanos siempre implican un personaje poderoso –el cura, el tío, el hermano mayor, el vecino, el compadre rico– que pretende engañar y al final resulta engañado.
Semejante a los cuentos de animales, la narrativa reúne las aventuras de los pícaros de ultramar con los nativos. Los protagonistas sufren aquí desgracias o fortunas que no merecen; la haraganería, el engaño y la patraña son premiados, la mentira triunfa. Tontos, flojos y cobardes se enfrentan a envidiosos, chismosos, tacaños –y casi siempre ganan. Estos cuentos son misóginos, escatológicos, absurdos y soeces, hacen reír; también son la sal y pimienta necesarias para realzar la vía correcta y la conducta adecuada, la transgresión exagerada que divierte y advierte, reforzando la legitimidad de las normas tras su cancelación absoluta, por la vía del absurdo. Los cuentos de compadres –ricos y pobres– adivinos, flojos, tontos y demás son muy semejantes a los cuentos de animales –ambos géneros pueden englobarse en la picaresca. La arbitrariedad y la injusticia sustituyen la moral ejemplar, pues lo que pretenden son situaciones extremas que muevan a risa. Los pícaros engañan a sus parientes, semejantes, superiores, al diablo y a la muerte misma.
Es muy conocido el cuento del compadre rico que miente al compadre pobre y, al final, por ambicioso, acaba sufriendo el castigo que pretendía para el pobre y se queda sin dinero, por díscolo. Cuando pide consejo para salir de pobre, el compadre rico recomienda al pobre vender estiércol, piedras, hojarasca, cenizas o carbón. Regañado y castigado, el compadre pobre regresa a su casa. En el camino puede encontrarse con el diablo, arrieros del maligno o ladrones que le regalan dinero o dejan abandonada su fortuna, asustados por una extraña criatura a la mitad de la noche. Es así como el pobre se hace muy rico. Es su turno de ahora de engañar al rico: le dice al compadre que gracias a sus sabios consejos se hizo de una fortuna tan grande como la de él. El rico, disgustado, prueba a hacer lo que él mismo recomendó, con poco éxito. El oro que se vuelve mierda ha sido objeto de las más sesudas reflexiones, es un motivo universal. Este flojo que recibió dinero en su casa no tiene mérito alguno: su suerte no fue prohijada en ningún momento por su conducta. La historia tiene el mero propósito de hacer reír.
Esta versión de Pedro de Urdemalas que aquí transcribo, aunque se contó en náhuatl de Tetelcingo, Morelos, se sostiene en una serie de recursos verbales del español. Había una mujer quien tenía un hijo y éste no tenía padrino porque todavía no se había bautizado. Entonces la mujer dijo, “Mi hijo es muy grosero y no sé quién puede bautizarlo. Mejor voy a decirle al cura que lo bautice.” Se fue la mujer a decirlo al cura. Le dice, “¿Qué puedo hacer? Mi hijo ya es muy grande y es muy malo lo que está haciendo. A ver si quiere usted bautizarlo.” Le dijo el cura, “Sí, puedo bautizarlo; cómo no. Anda a traerlo y que yo le bautice.” Su madre fue a traer al muchacho y el cura lo bautizó. Desde entonces este muchacho ya tuvo su padrino y lo llamó Pedro. Después se fueron a su casa y aquí el muchacho crecía. Su madre hasta ya no sabía qué hacer porque este muchacho estaba completamente grosero. Un día su madre le dice a su hijo, “Mira, hijo, ya no sé qué hacer contigo. Pegas mucho a los niños y diatiro mientes. Mejor te voy a dejar con tu padrino y ahí estate.” Entonces la madre fue a decirle a su padrino y le dice, “Compadre, ¿Qué haré con este muchacho? Es mucho más grosero hasta que ya no aguanto. Mejor que esté con usted.” Entonces dice el cura, “Está bien; que venga conmigo.” Entonces Pedro se fue con su padrino el cura. Ahí ya tenía tiempo; ahí ya le alcanzaron las aguas. Un día su padrino le dice, “Hijo, ve a comprar medio de hay y medio de no hay.” Y su padrino le dio medio real. Entonces Pedro tomó un plato y una servilleta. Pasó a llevarse un cuchillo y se llevó aquel medio real. Cuando llegó en una cantina, dijo, “Este medio real, voy a tomar con él y voy a comprar medio de hay y medio de no hay.” Entonces pasó a tomar su vino y se fue. Llegó allá adentro de la barranca y allá encontró un nopal y encontró una penca y se sentó. Debajo le quitó sus espinas de un lado y del otro lado no las quitó. Entonces dijo : “Ahora ya están medio de hay y medio de no hay”, y dijo, “Voy a ponerlo en el plato. Lo que no tiene espinas mira el plato y lo que tiene espinas va encima y lo taparé con una servilleta y cuando yo llegue junto a mi padrino le diré, “Aquí está medio de hay y medio de no hay.” Y así llegó junto a su padrino y le dice: “Compadre. Aquí está medio de hay y medio de no hay”. Y su padrino lo fue a tentar y se espinó los dedos y le dice, “¡Ay!” Y Pedro le dijo, “Hay, compadre, pero debajo, no hay” (cuento recopilado por Amalia Martínez del Río Icaza, Tlalocan, vol. 4, núm. 1, 1962).
Elisa Ramírez. Socióloga, poeta, escritora para niños y traductora. Colaboradora
permanente de esta revista.
Ramírez, Elisa, “Cuentos de fechorías y engaños”, Arqueología Mexicana, núm. 154, pp. 22-23.
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