La historia mexica de los primeros tiempos

Alfredo López Austin, Leonardo López Luján

Cuando se abordan los relatos de la migración mexica y la fundación de Tenochtitlan surge un arduo debate en torno a dos maneras distintas de registrar la historia. Por lo regular, se llega a una distinción simplista que sintetiza las diversas formas de hacer historia dentro de cada una de las dos grandes corrientes historiográficas denominadas grosso modo “indígena” y “occidental”. (Una versión anterior de este texto se publicó en Monte Sagrado-Templo Mayor: El cerro y la pirámide en la tradición religiosa mesoamericana, INAH/UNAM, México, 2009, pp. 183-191.)

Etnocéntricamente, la objetividad se atribuye a la historiografía occidental, olvidando el formidable peso que en ella han tenido el providencialismo, la mitificación bíblica, la milagrería, la concepción de la salvación eterna o la fe en la modernidad y el progreso. A la historiografía indígena, en cambio, se la ha menospreciado por la presencia en ella de portentos y mitología. Aclaramos lo anterior no por inclinación a un relativismo homogeneizante, sino para prevenir al lector contra las definiciones maniqueas y para descubrir cuáles fueron los elementos comunes a dos formas paralelas de creación de pensamiento, a dos historiografías generadas en tradiciones distantes que, tras su enfrentamiento histórico, tuvieron que atravesar por difíciles procesos de reducción conceptual.

En ningún rincón del planeta la historiografía ha sido el mero registro de los hechos. En la cosmovisión de cada grupo humano se estructuran valores, anhelos, propósitos, para formar lo que puede denominarse un amplio sentido de la vida. Éste, al ser demasiado general y abstracto, puede abarcar sentidos de la vida particulares, diferentes, incluso opuestos entre sí, pertenecientes a distintos grupos sociales. El sentido de la vida es el centro de referencia de toda acción colectiva, de toda concepción individual de pertenencia al grupo. Se incrusta en los procesos sociales que el ser humano descubre o imagina. Así, el sentido de la vida, percibido en el devenir, se convierte en sentido de la historia, noción sólo en parte consciente con la que el grupo encauza sus acciones sociales. A partir del sentido de la historia, el grupo no se concibe a sí mismo como simple actor de una estancia pasajera sobre la tierra; por el contrario, se imagina en un trayecto hacia una meta cuya realización depende en gran parte de la voluntad, la inteligencia y el poder colectivos.

La percepción de los procesos sociales se alimenta de la experiencia de lo vivido en comunidad. Es indispensable reconocer e inventar el camino que sirva para explicar el pasado y como una guía de la existencia del grupo. Por ello, la definición del pasado responde a la más amplia gama de intereses colectivos y particulares, a los de larga visión y a los inmediatos, o sea que su visión conjuga las diversas tablas de valores del presente.

La historiografía, en consecuencia, selecciona de la experiencia lo que es digno de ser transformado en hecho histórico, aquello que puede ser captado, ordenado y utilizado a partir de la visión que proporciona el sentido de la historia. Forma así un modelo de correlación de procesos que tiene como expresión privilegiada un discurso compuesto por memorias –de lo que ocurrió, de lo que se cree que ocurrió y de lo que es razonable que haya ocurrido–, por interpretaciones y juicios, bajo la lógica del sentido de la historia y orientado en su calidad de guía de acción. Todo ello, obviamente, es regido por los cánones de cada tipo de expresión historiográfica, desde los que determinan la lógica del contenido hasta los estrictamente formales, que contribuyen también en la composición del discurso.

Una enorme distancia temporal y cultural nos separa del sentido mexica de la historia. Nos son remotos los anhelos y las ilusiones que los milagros despertaban en gente deseosa de poseer una tierra, fatigada ya por la extenuante migración. Nos es ajena la promesa original de un dios que hablaba de la riqueza de un medio lacustre a un pueblo menesteroso de recolectores, cazadores y pescadores, tan distante como la promesa que la sustituyó, cuando las circunstancias políticas habían colocado a los antiguos pobretones en la posición de potenciales conquistadores. Por otra parte, son insuficientes los conocimientos que hoy poseemos de los procedimientos de la producción historiográfica mexica, y hay demasiadas preguntas recurrentes, sobre todo cuando los relatos abordan los hechos históricos más afectados por lo numinoso.

Tomado de Alfredo López Austin, Leonardo López Luján, “La historia mexica de los primeros tiempos”, Arqueología Mexicana, edición especial, núm. 124, pp. 48-55.