Las sociedades agrícolas del México antiguo no concebían la muerte como una extinción de la vida, sino como un proceso indispensable para perpetuarla. Del mismo modo que requiere una semilla para su germinación, el retorno del cuerpo al vientre de la Tierra era para los mesoamericanos una condición necesaria para que el ciclo de la vida humana continuara.
Mediante el ritual funerario se garantizaba la perpetuidad de los seres queridos al dotarlos de herramientas que les serían de utilidad para su sustento y para hacer frente a los obstáculos propios del viaje por el inframundo. Además, las ceremonias mortuorias permitían un acercamiento de la comunidad a los dioses para interceder por el difunto. Muchas de estas creencias se conservan en México hasta la actualidad, como parte de su rica herencia indígena.
Hace alrededor de dos mil años, en los siglos inmediatos antes y después del inicio de nuestra era, las sociedades del Occidente de México se distinguieron por la costumbre de construir cámaras subterráneas a las que se accedía mediante un pozo o tiro, en las cuales se depositaba a los muertos acompañados de vistosas ofrendas.
Esta forma de sepulcro consiste en la excavación de un pozo de aproximadamente un metro de diámetro y profundidad variable que, al alcanzar un estrato de dureza óptima, se ampliaba hacia un costado para conformar una cripta abovedada. Una vez concluidas las exequias y dispuesto el difunto dentro de la cripta con su parafernalia, se sellaba el acceso a la cámara con una pesada losa y se rellenaba el tiro hasta el nivel del terreno.
Tomado de Laura Solar Valverde, “Volver al vientre de la Tierra. La tradición funeraria de las tumbas de tiro y cámara en el Occidente de México”, Arqueología Mexicana, núm. 189, pp. 52-57.
Laura Solar Valverde. Arqueóloga por la ENAH. Corresponsable de los proyectos de investigación arqueológica de Cerro del Teúl y Cerro de las Ventanas, Centro INAH Zacatecas. Cursa el doctorado en ciencias sociales en el Colegio de Michoacán, como becaria del CONAHCyT.