Caballos, puercos e hidalgos fueron los tres animales involucrados en la conquista de América, dice Alfred Crosby, destacado historiador de temas ambientales. Pero hablaremos sólo de los dos primeros, únicos que contaban con cuatro patas y eran totalmente inocentes de lo que ocurría. De los caballos no diremos mucho, ya que es de sobra conocido el destacado lugar que ocuparon en las operaciones militares, que es donde más se les valoró.
Los cerdos no se notaron tanto porque iban más bien atrás, atendidos por soldados ordinarios, parte de cuya labor de conquistadores consistía en arrear puercos. Eran éstos de raza ibérica, fácilmente transportables por barco –tanto que hasta se les llevaba como lastre–, y servían de sustento en las expediciones por mar. En tierra eran muy adaptables y capaces de sustentarse por sí mismos. Los españoles juzgaron que sería un gesto amable obsequiar 10 ejemplares de tan meritoria especie a su potencial aliado Tzintzicha, rey de Michoacán. “¿Qué cosa son éstos?”, preguntó éste al verlos, allá por 1521. “¿Son ratones que trae esta gente?” Le pareció que eran de mal agüero y los hizo matar. Tan comprensible reacción inicial no cambió la historia, porque los cerdos fueron los primeros animales europeos en llegar a tierra americana en cantidad suficiente para garantizar su reproducción y su expansión.
Caballos y puercos recibieron lugares bien definidos en el campo social y económico del temprano mundo colonial. Los primeros entraron al ámbito suntuario, registrados en actas notariales con precios tan altos como los de una casa. Los segundos, más humildemente, fueron los primeros cuadrúpedos europeos en ingresar en un amplio circuito comercial meramente novohispano. Hacia 1530, junto a los placeres de oro de la cuenca del Balsas que sustentaron la primitiva economía colonial (todavía con rasgos esclavistas), se formaron grandes concentraciones de trabajadores forzados, a los que, no obstante el maltrato (y no faltará quien diga que como parte de él), se les alimentaba con carne de puerco dos veces por semana.
Obviamente no había nada más barato y abundante, pues por detrás se alzaba toda una estructura de empresa. Los encomenderos, que recibían enormes cantidades de maíz como tributo, encontraron que podían destinar sus excedentes a la alimentación de cerdos y colocar éstos en donde más demanda hubiera. Por debajo de las altas esferas, entre los asistentes de los capitanes conquistadores y entre muchos españoles pobres llegados antes de 1540, fue común el respetable oficio de criador de puercos.
Cabe notar que la cría novohispana no se basó en el aprovechamiento de bellotas silvestres como era usual en España, sino en una relación de dependencia frente a la producción agrícola. Así nació la primera ganadería en esta parte del mundo: con prácticas diferentes a las tradicionales de la península ibérica y acompañada del ronco sonido del oink oink.
Mugidos y balidos en escena
Mientras esto ocurría, nuevos inmigrantes españoles buscaban una actividad productiva que pudieran desarrollar sin necesidad de depender del trabajo de los indios, todavía acaparado por los encomenderos. Una solución estaba en la cría de bovinos y ovinos, tradicionalmente identificados como ganado mayor y menor, que además era considerada como una actividad prestigiosa. Algunos ejemplares de estas especies habían sido introducidos a Nueva España desde los primeros años, pero hasta ese momento no se destacaban por su número ni por su importancia económica. Los bovinos que se importaron eran delgados y de cuernos largos, aclimatados en el Caribe, donde eran relativamente accesibles. Se desempeñaban bien a base de ramoneo, es decir, de comer hojas de arbustos, sin exigir demasiados pastos. Algunos, fuera de control, formaron vaquerías de ganado alzado o cimarrón en las zonas costeras del Golfo.
La introducción de ovinos fue más complicada. En el Caribe había muy pocos y fue necesario traerlos de España. Predominaron los llamados churros, aunque también se importó cierto número de finas ovejas merinas, de rica lana.
Fundar una ganadería sobre estas nuevas y costosas bases demandaba un proceso de adaptación, el reordenamiento del uso del suelo, y un mercado capaz de absorber sus productos: carne, cueros o lana. Esas condiciones se cumplieron pronto, pues la población española, en gran parte urbana, crecía; la minería de la plata –elemento nuevo en la economía colonial– alcanzaba dimensiones insospechadas y requería de objetos de cuero en gran cantidad, y lo mismo pasaba con la arriería. El consumo de carne y de tejidos de lana se ampliaba conforme rebasaba los límites de la población española y se difundía entre los indios, cuya forma de vida, tras una o dos generaciones, se estaba modificando.
Ahora sí, una vez transcurrida la mitad del siglo XVI, tocaba a vacas, ovejas y cabras iniciar la representación de su papel protagónico en la ganadería novohispana.
La ganadería mayor demandaba una labor especializada e intensa, así como la presencia de gente, fundamental para lograr el amansamiento de los animales. Algunos encomenderos destinaron sus tributarios a tal fin, aunque cuando era posible se prefería a los recién llegados esclavos negros. El consumo de carne de res llegó a ser importante, pero la cría de bovinos se llevó a cabo con la finalidad principal de obtener cueros y sebo. Los primeros fueron sustento de innumerables manufacturas y figuraron como producto de exportación; el sebo fue absorbido por el mercado minero, ávido de velas. La expansión hacia el norte, zona de predominio minero, se ligó desde entonces al extraordinario desarrollo de los vacunos. Los rodeos y otras prácticas que habrían de caracterizar el periodo de madurez de la ganadería novohispana cobraron vida en ese contexto de plata, cueros y mugidos.
La cría de ovinos tuvo un principio difícil. Animales poco capaces de valerse por sí mismos y débiles ante los depredadores, su cría demandaba una base humana dedicada casi por entero a protegerlos. Pero eso los hizo idóneos para acomodarse entre la población indígena, como en efecto ocurrió. Por otro lado, la gran capacidad de desplazamiento de los ovinos, dóciles de arrear y fáciles de guardar, junto con la tradición de trashumancia que los españoles trajeron de la península, desembocaron en una difusión muy rápida de ese tipo de ganado por todas las provincias. Así, el manso y gregario mundo de los ovinos fue bien diferente al del ganado mayor, y acaso más significativo, no por su valor intrínseco pero sí por el de su producción y por su impacto social. Nueva España consumió más carne de ovinos que cualquiera otra. Para los indios el acceso a ella fue el punto crucial de la revolución alimentaria que provocó el contacto indoeuropeo.
Pero fue la lana la que jugó el papel estelar. La principal –por no decir la única– industria novohispana, la textil, estuvo dominada por la manufactura lanera. También para los indios fue trascendental la adopción de tejidos de esta fibra. Con todo ello se dio lugar a cambios profundos en la economía de los pueblos mesoamericanos, los primeros y más significativos que pueden atribuirse a la ganadería.