En la multitud de dones que México ha dado al mundo, el cacao ocupa un lugar especial. Los granos de este fruto son la base para la elaboración de uno de los productos más apreciado por los paladares de todas las latitudes: el chocolate. Además, el grano no sólo es portador de un sabor que puede llevar a la adicción, es poseedor de propiedades medicinales nada desdeñables. Las sociedades prehispánicas no sólo valoraban estos dos aspectos, de suyo significativos, sino que además confirieron al cacao cualidades que iban más allá de la mera utilidad y le asignaron un profundo simbolismo. El cacao se encontraba entre los dones originarios que los dioses dieron al hombre. Según el Popol Vuh, era considerado uno de los cuatro árboles cósmicos situados en los rumbos del universo y tenía una asociación esencial con la planta sagrada por excelencia de Mesoamérica: el maíz; además, el cacao era un fruto relacionado metafóricamente con la sangre y el sacrificio. Con tantas aristas simbólicas, no es de extrañar que adquiriera un papel importante en algunas prácticas rituales; se le consumía en bodas entre miembros de la realeza, acompañaba a los difuntos en su tránsito al inframundo, se le preparaba para celebrar victorias militares o la conclusión exitosa de expediciones comerciales. Además, era un indicador de estatus social pues su consumo estaba reservado a la nobleza y la transgresión de esta norma era severamente castigada; engalanaba la mesa de los tlatoanis con una profusión y variedad que causó el asombro de los testigos de aquellos primeros encuentros entre españoles y mesoamericanos.
Por si todo lo anterior fuera poco, el cacao posee otra vertiente digna de consideración. Seguramente debido a su significado simbólico, a su singular sabor, a sus capacidades medicinales y, principalmente, a las condiciones tan determinadas que requiere su cultivo, que sólo se encuentran al sur de Mesoamérica, era por lo menos para la época de la conquista un bien de tal valor que era visto como una especie de “moneda”; las distintas mercancías eran tasadas sin empacho alguno en granos de cacao. Incluso en las primeras décadas de la Colonia, parte del tributo exigido a las comunidades indígenas debía ser entregado en bultos de granos de cacao.
Con la conquista el devenir del cacao sufrió una transformación radical. En México se le despojó de sus connotaciones religiosas y rituales y se permitió su consumo extendido. Fue llevado a Europa y se convirtió en una de las bebidas más populares, y siglos después se inventaron tecnologías para procesarlo y surgieron productos como las tablillas y otros en los que se aprovechaba más la crema del cacao.
El chocolate, nombre genérico con el que ahora se conocen los derivados del cacao, es ahora uno de los productos más populares en el mundo. El cacao propiamente dicho tiene mucho y poco que ver con el chocolate; los mesoamericanos lo domesticaron, aprendieron a cosecharlo y procesarlo de un modo tan eficiente que eso ha cambiado casi nada a lo largo de milenios; le encontraron las mejores maneras de aprovechar su sabor, de matizar su regusto amargo. A partir de la conquista, mexicanos y europeos lo sometieron a un proceso de transformación prácticamente permanente; se le añadieron nuevos ingredientes, se le consumía en ocasiones distintas (ahora en mayor libertad), se desarrollaron instrumentos nuevos para prepararlo y consumirlo, y al final del camino se le comenzó a procesar más allá de la bebida.
Tomado de Enrique Vela, Arqueología Mexicana, Especial 45, El cacao... un fruto asombroso… y el chocolate, el sabor mexicano del mundo.