Ana García Barrios, Manuel Parada López de Corselas
La catedral de Palencia guarda un tesoro de la platería mexicana del siglo xvi: una cruz de altar elaborada en cristal de roca y plata dorada, sobre una montaña sagrada mesoamericana. Este elemento fundamental en la concepción del pensamiento indígena es lo que confiere a la pieza un carácter único, pues hasta ahora no se conocían representaciones de montañas sagradas en tres dimensiones.
En 2008, mientras impartía un curso sobre iconografía en el Museo de América de Madrid, uno de mis estudiantes, Manuel Parada López, con quien escribo hoy este artículo, me habló de una cruz de altar de plata sobredorada que se encontraba en la catedral de Palencia (España). Lo que contenía esa obra de arte en su base era algo especial y que la convertía en una pieza única dentro del arte indígena cristiano de la primera mitad del siglo xvi. A primera vista era como tantas otras cruces de altar que se alzan sobre el monte Gólgota, sólo que en este caso el monte donde sufrió martirio Jesús fue sustituido por un monte diseñado según la tradición mesoamericana: una montaña cargada de animales y elementos prehispánicos, entre ellos el signo mexica de corriente de agua, atl, serpientes emplumadas, mariposas, felinos e incluso niños en hornacinas vegetales, entre otros.
Los primeros trabajos sobre la cruz fueron realizados por la profesora de la Universidad Complutense de Madrid, Cristina Esteras, experta en platería mexicana. Identificó en tres de los lados de la base de la cruz la marca de platería que fue empleada en la ciudad de México desde mediados del siglo xvi hasta 1572, lo que permitió establecer la fecha con cierta precisión. También fue ella quien sugirió que en la montaña se encontraban algunos elementos claramente mexicanos, pero hasta ahora no se había realizado un estudio iconográfico profundo sobre la base de la cruz. En los códices o manuscritos prehispánicos y coloniales quedaron registros gráficos de otras representaciones de montañas sagradas, como el Chicomóztoc o lugar de las siete cuevas, pero no se conocía ningún monte mesoamericano en tres dimensiones.
La carga simbólica indígena presente en esta montaña invitaría a pensar que la pieza pudo haberse considerado idolátrica. Pese a ello, sabemos que los religiosos admitieron elementos variados del acervo prehispánico en el arte novohispano. Asimismo, en tierras castellanas ese bestiario desconocido debió ser visto como algo exótico, procedente de las nuevas tierras conquistadas, más que como un sacrilegio o algún tipo de idolatría. Aunque la búsqueda en los archivos de la catedral de Palencia no ha dado resultados concluyentes sobre quién trajo y en qué momento llegó a España la cruz, se sabe, como apunta Carmen Martínez, profesora de historia de América de la Universidad de Valladolid, que las relaciones entre Palencia y América existieron desde fechas tempranas, lo que propició la práctica frecuente de envíos, donaciones y legados a las localidades de origen o residencia de los allegados, vía por la que bien pudo llegar tan significativa pieza a la catedral palentina.
El diseño de la cruz de altar de Palencia
La cruz muestra una composición inconfundible del Calvario –Cristo crucificado en el monte Gólgota–, aunque se deslinda de la iconografía típica de otras obras del mismo tema al sustituir el Gólgota por un monte de tradición indígena.
La imagen de Jesús crucificado sigue los cánones y diseños renacentistas del momento. Está con los ojos abiertos antes de expirar: el cuerpo está suspendido en la cruz por medio de tres clavos, dos fijan las palmas de las manos al madero, y un tercero sujeta los dos pies dispuestos uno sobre otro. Su corona de espinas son dos ramas entrelazadas. Las trazas de la pieza indican que tanto la cruz como el monte fueron manufacturados por la misma persona; el platero conoce bien la iconografía cristiana del momento. Incluye a Dios Padre justo detrás de Jesús crucificado y la imagen de la Virgen María en la parte posterior del crucero; el diseño de Dios Padre, bendiciendo y sujetando la esfera del mundo en su otra mano, sigue los cánones estilísticos que se advierten en algunas portadas platerescas realizadas entre 1533 y 1555.
La cruz de altar se asienta en una base cuadrangular rodeada de una moldura de arcos conopiales con querubines en su interior y remata en las esquinas con cuatro caballos alados que son el soporte. La base cuadrada hace que el monte tome forma piramidal, con aristas en las esquinas de los cuatro lados; la falda delantera del monte es más amplia que las demás, y se retranquea hacia atrás. El crucifijo está en el vértice superior de la montaña. Todo el monte está marcado por pequeños huecos que dejó el orfebre entre los muchos animales salvajes que se representaron, que bien podrían servir para sujetar adornos vegetales y florales, como si se tratase de una montaña florida, algo muy habitual en la iconografía prehispánica de cerros y montañas, como propuso Karl Taube en 2004. También en la parte baja de la falda delantera se advierten dos pequeños promontorios equidistantes entre sí y a la misma altura, con tres ranuras iguales cada uno; tal vez eran los puntos de anclaje que sujetaban dos figuras. En caso de que esto fuese así, es probable que fueran la Virgen y San Juan, los dos personajes que suelen acompañar a Jesús en el Calvario. A esto hay que agregar un elemento que incluye el orfebre: se trata de un camino sinuoso y escalonado que arranca en la base del monte y llega hasta la cruz de Jesús. Estas escaleras recuerdan a las que llevaban hasta los templos prehispánicos que describen los cronistas.
Ana García Barrios. Doctora en antropología de América por la Universidad Complutense de Madrid. Profesora titular interina de la Universidad Rey Juan Carlos.
Manuel Parada López de Corselas. Doctor en arqueología e historia del arte, colegial del Real Colegio de España en Bolonia, investigador y profesor en formación en el Instituto Catalán de Arqueología Clásica y la Universidad Complutense de Madrid.
García Barrios, Ana, Manuel Parada López de Corselas, “La montaña sagrada mesoamericana y la cruz de altar de Palencia, España”, Arqueología Mexicana núm. 131, pp. 80-85.
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