Las indias cacicas en la época virreinal

Josefina Muriel

Durante el virreinato, las indias cacicas fueron reconocidas tanto por los indígenas como por los españoles en todos sus títulos y privilegios, con iguales prerrogativas que los varones; socialmente, se les equiparó con la nobleza de los hijosdalgos, pero no con la alta nobleza española.

 

La existencia de las cacicas en las sociedades indígenas fue observada de inmediato por los conquistadores, quienes reconocieron su importancia como autoridades intermedias para controlar al pueblo. Los pipiltin o nobles eran quienes mandaban y a ellos obedecían los macehuales.

El gobierno hispano les reconoce su posición social, prerrogativas y derechos, pero les impone las limitaciones que el derecho hispano dispone en las Indias. Socialmente, se les equipara con la nobleza de los hijosdalgos (de clase noble por la sangre), pero no con la alta nobleza española. De ello sólo serán excepción los nietos y descendientes del emperador Moctezuma, en quienes se reconocerá a los herederos del legítimo señor de estas tierras, otorgándoles los altos títulos de condes y duques.

Entre la nobleza indígena, la categoría de cacica era transmitida por herencia o por nombramiento del emperador; el hecho de ser patrimonial, daba lugar a que las mujeres pudieran ocupar el puesto como titulares y heredarlo.

Los derechos de las cacicas

Si bien los indígenas consideraban a la mujer noble como “joya de gran valor”, como “un zafiro”, desde su nacimiento y, cuando llegaba a ser cacica, era “muy estimada, temida, respetada y servida”, los españoles, por su parte, ampararon ampliamente a la mujer indígena mediante las Leyes de Indias, las cuales impidieron que fuesen marcadas con hierro candente, que los españoles abusaran de ellas llevándolas a sus expediciones o haciendo servir en sus casas a las jovencitas o sometiéndolas a trabajos forzados o exigiéndoles los mismos tributos que a los hombres, pues llegaron a eximirlas totalmente de ese tipo de contribuciones, prohibieron que hicieran trabajo rudo y exigieron, además, que a todas se les pagara un salario mínimo y que no pudieran ser esclavizadas ni aun en caso de rebeldía.

La actitud protectora hacia las mujeres indígenas propició el reconocimiento de sus derechos a los cacicazgos, con todos sus títulos y privilegios; así, durante el virreinato fueron cacicas con iguales prerrogativas que los varones. Reconocidas tanto por los indios como por los españoles, quedaron exentas del pago de tributos y tuvieron el derecho a recibir tributos en sus cacicazgos.

Las de sangre mestiza conservaron también todos los derechos de las cacicas indígenas y se les reconoció el dominio sobre sus tierras, las cuales incrementaron con las mercedes reales que se les concedieron. Al igual que los caciques, gozaban de un fuero especial, pues no podían ser aprehendidas por los jueces ordinarios, salvo por delito grave, y el tribunal que veía sus causas era la Real Audiencia. A lo anterior se añadieron otros privilegios, como las pensiones que les otorgó la Corona, señaladamente a las descendientes de los reyes indígenas. Otros de sus singulares derechos fueron el de utilizar caballos para transportarse y acudir directamente al rey con sus peticiones. Hubo dos derechos más que nos dan una imagen de ellas como damas de la Nueva España: uno fue el de vestirse a la usanza española y el otro el de titularse “doñas”, lo cual indicaba su dignidad de “grandes señoras” con “nobles antepasados”. En aquellos tiempos, ese título era tan importante que en los procesos judiciales y aun en el ingreso a instituciones se aducía como título de hidalguía el ser llamados “don” y “doña”.

Los reyes les concedieron escudos de armas que ellas usarían para hacer valer sus derechos y que podían colocar en sus casas, palacios o capillas erigidas a su costa. De esto último quedan algunos ejemplos, como el de la iglesia del Sanctorum, en Tacuba, levantada por don Antonio Cortés Totoquihuatzin hacia 1573.

La educación de las cacicas

Durante el virreinato, las hijas de los caciques empezaron a ser educadas en los colegios desde niñas por maestras españolas ya en 1526. A esa educación un tanto popular siguió otra a partir de 1540, con el establecimiento del primer convento de monjas, el Convento de la Concepción, donde estuvieron como colegialas las hijas de Isabel Moctezuma y Juan Cano, llamadas doña Isabel y doña Catalina, nietas del emperador, que luego serían monjas y fundadoras de otros conventos, y también estarían allí sus primas doña Leonor y doña Ana Sotelo Moctezuma y doña María de Mendoza Austria y Moctezuma, hija de caciques de Tlatelolco y descendiente del emperador Cuauhtémoc.

Doña Magdalena de Jesús, hija de los caciques de Tlajomulco, Jalisco, fue educada en el Convento de Santa María de Gracia de Guadalajara. Los caciques de Metepec educaron a su hija doña Felipa con maestras privadas en su propia casa, y varias hijas de los caciques de Michoacán fueron educandas en el Convento de Santa Clara de Morelia, en 1735. En los albores del siglo XIX, los caciques de San Juan Teotihuacán enviaron a su hija doña Isabel al colegio de Guadalupe de Indias de México, donde era maestra y monja otra cacica: doña Manuela de Mesa, hija de don Lucas Mesa y doña Anastasia Reinoso.

En esas instituciones, las niñas de la nobleza indígena aprendieron a leer, escribir y “contar”, esto es, la aritmética elemental, labores femeniles, cocina, canto, música y doctrina cristiana, como una preparación para ser esposas y madres de familia, es decir, educadoras de sus propias hijas. De ese modo, la cultura hispana dimanaba de las cacicas a ese pueblo que formaban las macehuales que ellas instruían.

 

Josefina Muriel. Doctora en historia por la UNAM. Investigadora del Instituto de Investigaciones Históricas, UNAM. Miembro de la Academia Mexicana de la Historia y de la Real Academia de Letras de Cádiz y otras más. Autora de numerosas obras dedicadas al estudio de la historia colonial. Directora del Archivo Histórico del Colegio de San Ignacio, Vizcaínas.

Muriel, Josefina, “Las indias cacicas en la época virreinal”, Arqueología Mexicana, núm. 29, pp. 56-63.

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