Los jardines son una “isla de esperanza”, donde el hombre pretende encontrar la dicha en sintonía con la vegetación, dispuesta de manera artificial por quien la disfruta. Un lugar así se encuentra en el bosque de Chapultepec. No hay otro sitio en los alrededores de la ciudad de México más favorecido por la naturaleza que este legendario lugar, el cual ha merecido innumerables descripciones y alabanzas de escritores nacionales y extranjeros. Además, cotidianamente es visitado por todo aquel que desea y busca recrear el espíritu, contemplando el lugar y aspirando el aire libre y puro que ahí circula. Nada más solemne que su bosque, formado de árboles seculares; nada más agradable que sus frescos senderos; nada más simétrico que sus rocas levantadas como a propósito, a conveniente altura para sostener en su cima la construcción del bello edificio que ha merecido los nombres de castillo, fortaleza y palacio. Quien desde ese lugar dirige su mirada a la Cuenca de México, no puede menos que entusiasmarse con el panorama que descubre y tener una impresión que jamás olvidará. Por algo, desde tiempos inmemoriales ha sido considerado uno de los lugares más sagrados, dotado de manantiales que forman verdaderos riachuelos que desembocaban en tres hermosos estanques llamados “albercas” y conocidos con los nombres de los Llorones, Moctezuma y de los Nadadores. Las albercas de Chapultepec abastecían de agua a la ciudad de México. En el Calendario de Galván se describía así a Chapultepec en 1838:
Cerca de una legua de distancia al Oeste de la ciudad de Mégico se eleva magestuosamente una pequeña colina llamada Chapultepetl (cerro del Chapulín). En su cumbre descuella un pequeño palacio, y rodean su falda un espeso bosque de ahuehuetes (viejos del agua), un pequeño jardín de plantas exóticas y tres albercas que fertilizan la llanura. Una reunión de objetos tan interesantes a tan corta distancia de esta capital, hacen de Chapultepetl un sitio de recreo bastante frecuentado y que excita en muchos concurrentes el deseo de saber el origen de aquel palacio y de las construcciones que le circundan, la antigüedad de aquellos árboles gigantescos, la época del establecimiento de aquel jardín botánico, el destino de las aguas de sus manantiales, y todos los objetos de aquel sitio encantador más las noticias de algunas de estas cosas se han perdido en la oscuridad de los tiempos y dado margen a tradiciones más o menos verosímiles, y aún a anécdotas verdaderamente extrañas... de este memorable sitio.
A esta especie de árboles hacían compañía numerosos fresnos, álamos, sauces comunes y llorones, que con su ramaje sombreaban y daban frescura al parque y a los céspedes esmaltados donde lucían preciosas flores, de las que abundan en la Cuenca de México, y que parecían reunidas ahí a propósito, formando un tapiz de mil colores, en el que descollaban los girasoles amarillos, el monacil amarillo, los lirios morados, las cantuas, azaleas, siemprevivas, borlas de San Pedro, cicutas, yerbas del negro, tempranillas, verbenas, mazorquillas, hiedras rojas, toloaches, dalias, heno pequeño, cardenales, cempoalxóchitl, zoapatles, yerbas del ángel, siemprevivas amarillas, malvas, espinosillas, obeliscos rojos y muchas otras. Como rocío de punto azul pálido se extiende el precioso forget me not, el “no me olvides” de los enamorados, que en conjunto mantenía el bosque en perpetua primavera.
El Castillo de Chapultepec se engalanó con jardines artificiales cuando lo habitó el emperador Maximiliano de Habsburgo, entre 1864 y 1867. El monarca no escatimó ninguna cantidad, por elevada que ésta fuera, para embellecer su mansión imperial. Educado en la cultura de los jardines europeos, Maximiliano trajo de Austria y de Trieste jardineros y arquitectos para hacerse cargo del embellecimiento de los jardines de su residencia imperial.
Gracias a las memorias de Wilhelm Knechtel, jardinero de la corte de Maximiliano –recientemente traducidas del alemán y próximas a publicarse por el Museo Nacional de Historia–, hoy sabemos que los jardines de la terraza superior del Alcázar fueron diseñados por la mano del emperador de México y realizados tanto por el arquitecto Julius Hofmann como por nuestro jardinero escritor, quien relató:
En plena armonía con la arquitectura se empezó al mismo tiempo el diseño del jardincito en la terraza superior, lo que requirió el transporte de la tierra necesaria colina arriba a lomo de burros. […] Árboles con flores abundantes, en su mayoría exóticas y arbustos, muchas rosas y otras flores atraían a los colibríes, que muy pronto empezaron a construir sus nidos, lo que complació mucho a sus Majestades al observar el ir y venir de estos pajaritos vivarachos que parecen mariposas.
Sobre estos trabajos, la emperatriz Carlota compartió su alegría con su abuela materna, la reina María Amelia, a quien le comunicó en noviembre de 1864: “Max ya arregló aquí el jardín, o más bien la terraza, de una manera admirable...”. Al finalizar dicho jardín, los trabajos continuaron en la planta baja del Alcázar y en el Patio de Honor del Castillo, donde se plantaron palmeras Thrimax, higueras, thuya o alheña, Caprisolium, bugambilias y Tacsonia, además de varias especies traídas de los viveros de Miramar, como la Rhopala corcovadensis y la Grevillea robusta, entre otras.
Los jardines de Maximiliano fueron bellamente descritos por el presbítero e historiador Dámaso Sotomayor, en el invierno de 1865, quien llamó a Chapultepec la Perla del Valle de México:
Chapultepec, he aquí la joya más preciosa y el más rico pensil del espléndido y sin rival valle de México... encontrándonos ya sobre el gran patio de la Plaza de Armas, haremos la descripción particular del castillo... Hacia el interior se deja ver el patio, materialmente tapizado de flores. Los jardines ahí, a la sola altura del piso, compónense generalmente de un fondo de luciente césped y una orla de flores; pero en tan bella disposición y buen orden, que vistos desde las alturas del alcázar, se presentan a la vista como deslumbrantes tapetes orientales de caprichosas y elegantes formas, cruzados por callejuelas que dan hacia los cuatro vientos. Esta clase de jardines, que solo cubren al suelo de césped y de flores, son los que están en primer término: un poco más allá se levantan á mayor altura otros, con sus rosales, dalias, azucenas, rosa té o pajiza, condesas, reinas… y en los últimos términos del cuadro se dejan ver otros en forma de pequeñas selvas, con arbustos y plantas de otros climas. Por en medio de estos campos de flores se levantan sobre tazas de mármol ligeras columnas de agua, que derramadas en menuda lluvia, acaban por dar al cuadro los más bellos y variados toques. Ahí los horticultores limpian, cultivan y asisten constantemente aquella deliciosa mansión, que regada á tarde y á mañana con las mangas de agua americanas, se deja ver llena de una vida y de una fecundidad que no se marchitan...
Así lució durante el breve segundo imperio mexicano y después quedó en el cruel olvido.
Amparo Gómez Tepexicuapan. Licenciada en historia por la UNAM. Responsable de la Curaduría de Documentos Históricos del Museo Nacional de Historia, Castillo de Chapultepec.
Gómez Tepexicuapan, Amparo, “Los jardines de Chapultepec en el siglo XIX”, Arqueología Mexicana, núm. 57, pp. 48-53.
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