Los tarascos

Otto Schöndube B.

 

Al entrar los españoles a territorios dominados por los tarascos, en 1521, Tzintzuntzan era el centro político y religioso que controlaba una amplia región que abarcaba casi todo el actual estado de Michoacán y partes importantes de Guanajuato y Guerrero, así como fracciones en los estados de Jalisco. Querétaro y México.
Poco se sabe del origen de los tarascos, a quienes los mexicas llamaron michoaque ("los de la tierra del pescado"), y los antropólogos ahora tienden a llamar "purépecha". Muchos piensan que es un grupo tardío en el amplio panorama mesoamericano, ya que su predominio se hace patente a partir del siglo XII I d.C.; Sin embargo, no tenemos evidencias que prueben su migración reciente -como localidades con toponímicos que indicaran su ruta- , o hallazgos arqueológicos que demuestren su estadía en los sitios de esta hipotética migración. Por otra parte, la Relación de Michoacán, la fuente que más luz arroja sobre los tarascos -en especial sobre los que lograron el poder, llamados uacúsecha-, indica que al llegar éstos a Michoacán, encontraron gente que hablaba su propia lengua, así como hablantes de náhuatl. Estudios lingüísticos y el hecho de que los tarascos hicieran suyos muchos de los elementos de la antigua tradición del México occidental, hacen pensar que el grupo tarasco. o algunos de sus componentes, fueron habitantes antiguos que se enquistaron desde tiempos remotos en el área lacustre michoacana.

 

Etapas de desarrollo del señorío tarasco

La Relación de Michoacán muestra a los uacúsecha ya en la meseta tarasca, cerca a Naranxan y Zacapu; no dice de dónde provenían y los presenta como chichimecas bárbaros y cazadores, ajenos al mundo agrícola mesoamericano. Iban dirigidos por un personaje de nombre Ticátame. El grupo tarasco, al igual que los mexicas, se sintió un pueblo escogido, ya que los dioses del cielo habían dicho a su dios tribal Curicaueri: “...que había de ser rey y que había de conquistar toda la tierra”.

En la primera etapa, Ticátame y sus sucesores no tienen un asiento fijo y se mudan de un lugar a otro. Es una época de relación con los lugareños, en la que hubo tanto alianzas como conflictos armados. en busca del control regional. Éste no se logra sino hasta una segunda etapa, mediante la presencia de Tariácuri, quien ubica su capital en Pátzcuaro, desde donde se domina la región lacustre Tariácuri es el personaje central de la Relación de Michoacán y por ende de la historia tarasca; es el héroe legendario que aún vive en la mente de todo michoacano que se precie de serlo. A su muerte, el señorío se divide en tres y las conquistas externas, que apenas se habían iniciado, se intensifican bajo el mando de un triunvirato cuyas capitales eran Pátzcuaro, Ihuatzio y Tzintzuntzan. El gobierno tarasco no era propiamente hereditario; a la muerte del señor, llamado genéricamente cazonci, su sucesor era elegido entre sus parientes próximos. En la genealogía tarasca no son extrañas las intrigas cortesanas, ni los asesinato de los miembros de la familia real considerados indignos o posibles rivales del pretendiente más fuerte.

La tercera etapa da inicio al acaparar Tzintzuntzan el poder, alrededor de 1450 d.C. Destacan aquí como señores: Tzitzipandácuare, al que se le puede atribuir la etapa de mayor expansión por conquistas militares; Zuangua, quien gobernaba a la llegada de los españoles, y por último Tangaxoan II bajo el cual los tarascos se rinden sin presentar resistencia a los iberos. Tangaxoan, bautizado con el nombre de don Francisco, murió arteramente por órdenes de Nuño
de Guzmán en febrero de
1530; algunos dan esta fecha para el fin del “imperio”
tarasco, pero de hecho ya había terminado con la entrada de Cristóbal de Olid (un capitán de Cortés) a Tzintzuntzan, el 25 de julio de 1522.

 

Otto Schöndube B. Arqueólogo. Maestría en Antropología. Investigador en el Centro INAH-Jalisco. Curador de arqueología en el Museo Regional de Guadalajara. Actualmente es codirector del Proyecto Arqueológico Cuenca de Sayula.

 

Schöndube B., Otto, “Los tarascos”, Arqueología Mexicana núm. 19, pp. 14-21.

 

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