Santiago Apóstol: de modesto pescador a jinete matamoros
Tiago el mayor, pescador de Galilea, también se habría asustado: una carga de caballería a orillas del lago Tiberiades, en el primer siglo de la Era Común, debe haber tenido el mismo sabor apocalíptico que la embestida de una partida de centauros en las márgenes del río Tabasco, 1519 años después del inicio del tiempo cristiano.
Es cierto, sin embargo, que el hijo del Zebedeo no habría confundido a los caballos con venados de afeitada cornamenta, y es absurdo suponer que creyera que jinetes y equinos constituían un mismo monstruo. En Palestina, como en el resto del primer universo habitado, los caballos fueron cultivados y utilizados muchos siglos antes del nacimiento de Tiago, pero entre los pueblos sedentarios el empleo de caballos nunca fue realmente masivo.
Su momento estelar llegó apenas con las Edades Oscuras: gracias al estribo y la collera, los cuadrúpedos de pezuña corrida pudieron ser adoración de soldados y campesinos. Hasta entonces la caballería había sido arte vinculado primordialmente con la ostentación del poder y más aún, fue un medio de representarlo. Al frente de los carros o bajo el cuerpo de los principales, los caballos y las yeguas se convirtieron en un símbolo casi perfecto de la fuerza, la gallardía y el dominio.
Decir caballo a principios del siglo XVI era decir aún más. El feudalismo europeo, no obstante Crécy y Agincourt, magnificó hasta el delirio el poder simbólico de los jamelgos. De Lanzarote a Perceval, y de ahí a Pierre de Provence o Bevis de Hampton, el caballo fue pieza insustituible del imaginario del poder bajomedieval. Por eso el pescador Tiago, devenido primero santo apóstol, más tarde falso evangelizador de Hispania y al fin patrono de sus cristianos, hubo de acostumbrarse al manejo de la rienda, la lanza y el estribo: el mata moros debía ser jinete tan cabal como los hidalgos que por él conquistaron el Andalús en su nombre.
Primera batalla, primer galope: primer milagro
En las inmediaciones de Cintla, poblado del señorío de Potonchan, cuyo suelo es una anómala sabana contigua a la desembocadura del Tabasco, los caballos galoparon por primera vez en tierras de Mesoamérica. Sólo a 16 cupo tal honor, y salvo Rolandillo, Rey y Cabeza de Moro, ninguno tendrá la suerte de ser recordado por su nombre. Sobre sus lomos se irguieron, ansiosos por acabar con la arrogancia de los aborígenes tabasqueños, una quincena de soldados castellanos, los más principales discípulos de Hernán Cortés. El caballo restante, con seguridad el más brioso y el de estampa más galante –una yegua baya, qué duda cabe– debió carecer de jinete hasta que la batalla entre indios y europeos alcanzó su momento más crítico, pues es francamente inverosímil, e incluso acaso sacrílego, pretender que además de santos, del cielo caigan caballos.
Montó Santiago la yegua que la Providencia dispuso para él en el llano de Cintla cuando las flechas y las piedras y las varas y la tierra y los silbos de los infieles estaban próximos a fracturar la entereza de la infantería de Diego de Ordaz. Uno de sus soldados ya había muerto por un dardo incrustado en una oreja –dos más morirían después, abierta la garganta por flecha– y otros 70 estaban heridos. El cañón del artillero, feroz también en su debut mesoamericano, era sin embargo incapaz de contrarrestar el huracán de jaras y guijarros. Enfangados en la ciénaga vecina, mientras tanto, los jinetes sin canon no habían podido completar el periplo que debía colocarlos en la retaguardia de los escuadrones chontales.
Sólo más tarde los indios supieron que el primer caballero que apareció a sus espaldas era en realidad hermano del evangelista Juan, y años pasaron antes de que comprendieran la importancia de su intervención. Jinetes e infantes, en cambio, identificaron al instante el porte distinguido y la furia cristianísima del muerto de Compostela. Gracias al aliento divino impregnado en su áurea, los primeros superaron el pantano y cargaron al galope. Gracias al resplandor inefable de su espada, los segundos resistieron la tormenta y trotaron hacia el santo. Milagro no es que un santo se aparezca; es que alguien lo vea.
Como el vino en sangre transformado…
Del pasmo fue la responsabilidad; no de las ballestas, las espadas o los arcabuces. Hocicos alargados, dientes macabros, rapidez escalofriante, afilados relinchos, belfos vaporosos, espada del apóstol: otros tantos nombres tuvo la sorpresa en chontal a partir de entonces.
La aparición del apóstol fue para los europeos todavía más impactante. Desembarcados apenas tres días antes, no habían hecho más que combatir –en la desembocadura del río, en Potonchan, en los caminos que ahí terminaban– contra chontales que no los creían divinos. Como su maestro, quien el vino en sangre había transformado, así Santiago hizo de la inminente derrota triunfo absoluto. Al amanecer del 15 de marzo de 1519, la guerra era una procesión de caciques dispuestos a abjurar de la idolatría.
Unas cuantas esclavas fueron ofrecidas a los jinetes que permanecieron en tierra después de la batalla: una de ellas fue empleada más tarde para traducir del náhuatl al maya y completar así el trabajo de Jerónimo de Aguilar ¿hace falta decir que se llamaba Malintzin? Las imágenes de los dioses gentiles fueron sustituidas por cruces latinas. El oro y la comida aborígenes fueron cambiados por herramientas y cuentas transoceánicas. Los soldados españoles obtuvieron de los vencidos noticias acerca de la prosperidad del Altiplano y muy pronto reemprendieron la navegación: Veracruz estaba a punto de ser fundada.
Para honrar a Nuestra Señora de Marzo, en cuyo día galoparon los caballos, y en atención al resultado del combate, Cintla se convirtió en Santa María de la Victoria. Nadie, al parecer, intentó honrar al Matamoros, quizá porque en el escalafón del Cielo vale más una madre que un camarada. O quizá, más bien, porque bautizar al pueblo con su nombre hubiera sido reconocer que el asombro de los infantes españoles al ver la caballería había sido mucho mayor que el de los indios.
Con los años el nombre dejó de usarse. El pueblo mismo se perdió en la ciénaga. En 1986, Enrique Cárdenas de la Peña ubicó el pueblo en un sitio distinto al propuesto en 1949 por Jorge Gurría Lacroix. Si aquél estuviera en lo correcto, la jerarquía celestial, al menos por una vez, habría conseguido invertirse. La finca en cuestión se llama El Coco, que es como decir Tiago, pescador de Galilea, patrono de España, suelta las riendas, aprieta las piernas y clava las espuelas en el costillar de una yegua de ojos centelleantes y crines breves: Dios –esta diosa– se ha mostrado fuerte, se está mostrando fuerte.
Luis Fernando Granados Salinas. Estudios en historia en la UNAM. Autor del Cuaderno de Educación Cívica: Las elecciones y la democracia.
Granados Salinas, Luis Fernando, “Santiago y la yegua. La batalla de Cintla”, Arqueología Mexicana, núm. 12, pp. 67-69.
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