La noche del 2 de febrero de 1852, durante un paseo nocturno por la ciudad de México, el insigne Antonio García Cubas (1904) registró la siguiente escena: “…y por allí se nos presenta la tamalera, sentada en el umbral de una puerta, al lado de una olla grande, cubierta con lienzo blanco que por tapadera tiene un plato de barro vidriado, y oímos que nos dice al pasar: tamalitos cernidos de chile, de dulce y de manteca, pasen a merendar”.
Esta costumbre venía de siglos atrás y se extendería por los que vendrían, al grado que hoy la situación no es muy distinta, en cada pueblo, en cada barrio de las ciudades, en miles de esquinas… se siguen ofreciendo como desayuno o como merienda tamales y atoles. Han surgido además variantes como el carrito bicicletero que pregona “tamales oaxaqueños calientitos”; los de la ciudad de México inventamos las guajolotas, un tamal del sabor que se prefiera cobijado por un buen bolillo –suma de tradiciones por si algo faltaba–, o los tamales encuerados, ésos que se despojan de su envoltura y se fríen generosamente.
De ser un platillo que se consumía preferentemente en ocasiones especiales –recordemos por ejemplo que antes de una boda las mujeres mexicas se dedicaban a preparar los tamales con anticipación de días–, es ahora de consumo cotidiano, aunque no ha dejado de tener cierto tono de preparación especial, como lo muestra el que cada 2 de febrero es el platillo más consumido en todo el país, al ser con el que la tradición manda pagar la suerte de encontrar el muñeco de la rosca en el día de Reyes.
Tomado de Enrique Vela, “El tamal en México. Breve historia”, Arqueología Méxicana Especial 76, pp. 8-21.