Mosaicos novohispanos: cada pluma una pincelada

María Olvido Moreno Guzmán

Es un hecho que no todos los mosaicos plumarios de la época colonial tienen la misma calidad. Para lograr una pieza con altas cualidades formales era fundamental el pleno dominio de la técnica, es decir, el resultado final siempre dependía de la colocación de todas y cada una de las diminutas plumas. Para tal fin, los amantecas debían de tomar en consideración ciertas estrategias.

En la Nueva España, la oralidad con fines evangelizadores era fundamental y se apoyaba, con propósitos didácticos, en imágenes de todo tipo que principalmente se hacían en talleres independientes. En estos lugares se elaboraban retablos, pinturas, esculturas, estampas y parafernalia litúrgica. Los avances en el conocimiento sobre los lugares donde se producían estas manifestaciones artísticas son significativos, sin embargo, para el caso de los espacios de la manufactura de mosaicos con plumas, aún falta camino por recorrer. Las dinámicas intramuros bajo las cuales operaban los talleres plumarios en la época prehispánica y durante el virreinato son un tema pendiente de estudio, pues no se ha encontrado ninguno en el que eventualmente sea factible emprender in situ un rescate arqueológico.

Por lo tanto, tampoco sabemos en qué medida cambiaron las condiciones de trabajo entre una época y otra. Se desconocen los pormenores respecto a: las relaciones entre frailes, maestros, aprendices y ayudantes; los espacios de transmisión del conocimiento, de trabajo y de almacenamiento; el mobiliario, o los implementos y herramientas. De la época colonial tampoco tenemos información precisa sobre la procedencia de las materias primas.

Por lo que respecta al uso de millares de plumas de colibrí, como hemos mencionado, desconocemos el trato que se daba a las diferentes especies, que fueron fundamentales en la manufactura de los mosaicos con escenas del cristianismo, tanto por sus luminosos plumajes como por su significado.

Sabemos que el trabajo colaborativo se ejercía en los talleres de Tenochtitlan. Durante la Colonia esta práctica se debió haber conservado en buena medida, ya que, como en el caso del mosaico con la representación de Cristo Salvador del Mundo (que se exhibe en el Museo Nacional del Virreinato, en Tepotzotlán, estado de México), se hace evidente la coordinación entre pintores, plumajeros y orfebres. Los últimos realizaron componentes de la aureola y de la cruz con finas láminas de plata que combinaron, en un perfecto ensamble, con plumas de colibrí.

De estos objetos, muchos ejemplares se manufacturaron por encargo, de hecho, para ser transportados a otros continentes en calidad de regalos. Los mecanismos de exportación debieron estar operando en los altos círculos sociales, pues varios mosaicos plumarios e indumentaria litúrgica –también cubierta con diminutas plumas o fragmentos de éstas– llegaron a manos de gobernantes y prelados de Europa, empezando por los papas Clemente VII (1523-1534) y Pablo III (1534-1549). Las dinámicas sociales propias del Viejo Continente llevaron a las mudanzas de estas piezas que más tarde se localizaban en gabinetes de curiosidades, armerías y museos.

Tomado de María Olvido Moreno Guzmán, "Mosaicos novohispanos: cada pluma una pincelada", Arqueología Mexicana, edición especial, núm. 120, pp. 62-71.