Lenguas y escrituras mesoamericanas

Ascensión Hernández de León-Portilla

La autora muestra el universo lingüístico a través de la lingüística descriptiva, la antropológica, las clasificaciones de las lenguas y glotocronología. Esto se complementa con breves reflexiones sobre las escrituras mesoamericanas.

 

El lenguaje es la primera manifestación de la conciencia en el ser humano: el recién nacido emite sonidos sin sentido, ruidos, pero pronto los moldea y los hace expresión de sentimientos, dolor, alegría... y al fin articula palabras. Con ellas se comunica, pero también juega, se divierte y se admira del mundo que lo rodea. En verdad, los niños tienen don de lenguas.


La aparición del lenguaje en la oscuridad de los tiempos es la gran creación humana, la que marca el comienzo del Homo sapiens. Cuan-do el hombre pudo construir palabras y compartirlas con sus semejantes creó una lengua, un sistema de expresión de lo que en su mente sucedía. Pudo comunicar su mundo interior, invisible, su logos, con el exterior, visible a través de la palabra. Desde entonces. lengua y logos viven juntos en armonía; son inseparables.

Con la lengua, el hombre crea espacios que lo individualizan, le dan identidad. Con ella edifica moradas, naciones, países y el mundo. Además, la lengua hablada, como sistema de signos, tiene la capacidad de generar otros sistemas de signos, en este caso, la escritura. De signo sonoro, intangible, por mandato del logos se transforma en signo sensible, visual, en imagen. La imagen nos lleva a la escritura y ella nos comunica "con los absentes y los que están por venir", como afirma Nebrija, en su Gramática de la lengua castellana (1492, cap. III). En suma, la escritura nos permite dispersar la palabra en el espacio y en el tiempo y abrir los secretos de pueblos y culturas. También, abrir los secretos de la propia lengua sometiéndola a un orden gramatical para atrapar en él su orden oculto y, asimismo, conocer la capacidad del lenguaje de manifestarse en múltiples lenguas.

 

El universo lingüístico mesoamericano: el arte de elaborar Artes

En 1523 se asentaron los primeros misioneros en la región central de México decididos a construir una nueva cristiandad. Después de ellos llegaron los Doce y, tras ellos, mu-chas "barcadas. Quizá nunca imaginaron el universo lingüístico que les esperaba, inmenso e intrincado. Pero una vez aquí, no dudaron en adentrarse en él y compartieron su mística de la fe con una nueva mística, la de las lenguas.

Fray Jerónimo de Mendieta (1534-1604), en su Historia eclesiástica indiana, nos dice que los Doce, desconsolados por no poder penetrar en la lengua mexicana, se pusieron a rezar. El Espíritu Santo les inspiró que: “con los niños que tenían en las escuelas se hiciesen niños para participar en su lengua, y oyendo el vocablo, lo escribían” (lib. III, cap. 17). Poco después redactaron los primeros glosarios y las primeras reglas gramaticales. Para ello se beneficiaron del tecpilahtolli, el lenguaje noble y pulcro en el que se guardaban las reglas del discurso, el cenca huel memachtiloya in qualli tlahtolli (Sahagún, Códice Florentino, lib. III, cap. 8).

Poco a poco surgieron los primeros textos escritos en núhuatl, mientras Andrés de Olmos (ca. 1485-1571) terminaba el primer Arte de la lengua mexicana, en 1547, y Alonso dee Molina (ca. 1513-1579), el Vocabulario castellano-mexicano, en 1555. Ambos eran franciscanos, maestros en el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco. A ellos se sumó el también franciscano Maturino Gilberti (1498-1585), con un Arte en la lengua de Michoacan, en 1558, y un Vocabulario en la lengua de Mechuacan, en 1559. En realidad, el corazón de la Nueva España se convirtió en un foco vanguardista en la redacción de obras lingüísticas. Poco a poco y gracias al trabajo comunitario de frailes y escolares, para finales de siglo las lenguas generales de Mesoamérica contaban con gramáticas y vocabularios: náhuatl, purépecha, otomí, mixteco, zapoteco, maya yucateco, tzeltal y quiché. Cada tratado lingüístico fue elaborado con una finalidad concreta y con una perspectiva propia, aunque cada uno se inspiró en los anteriores, como si la doctrina gramatical y lexicográfica que en ellos se recoge fuera una cascada que se alimenta con los arroyos de agua que encuentran en el camino (Hernández de León- Portilla, 2003, pp. 6-7).

Gran aportación de estos misioneros improvisados de lingüistas fue crear un marco analógico moldeado en la manera, orden y metalenguaje de la tradición latina. En él acomodaron las nuevas lenguas destacando los rasgos propios de ellas: derivación, composición (polisíntesis e incorporación) y relación intensa de las palabras entre sí, formando un tejido “más arrizado en composición y derivación de vocablos que la latina”, al decir de Mendieta en su ya citada Historia (lib. IV, cap. 44). Otra gran aportación de los misioneros fue la de crear una ventana a la lingüística antropológica, ya que en sus tratados incluyeron textos de la tradición oral y del pensamiento mesoamericano, como las diversas maneras de contar según el sistema vigesimal o el funcionamiento del calendario.

En suma, el interés por aprender y codificar lenguas pervivió durante los siglos siguientes. Puede decirse que la lingüística descriptiva mesoamericana es muy rica y constituye una fuente inagotable de conocimiento para todos aquellos que se interesan por las posibilidades, casi infinitas, de la mente para crear artificios de palabras con que manifestar su logos. Con ella se amplió el horizonte renacentista de descripción de lenguas vernáculas y se creó un capítulo de la historia del pensamiento lingüístico universal. Artes y vocabularios fueron la senda que abrió el camino a la redacción de un cúmulo de textos, fuentes inagotables para historiadores. Filólogos y lingüistas.

 

La clasificación de las lenguas: La búsqueda del origen humano del lenguaje

Los tratados de lingüística descriptiva fueron también cimiento para los eruditos que en el neoclasicismo (siglo XVIII) comenzaron a estudiar las buscando relaciones entre ellas con la meta de encontrar el origen humano del lenguaje, una vez abandonada la idea de un origen divino. Por una parte, Sir Williams Jones ( 1746-1794), al descubrir el parentesco del sánscrito con el griego y el latín, daba paso a la lingüística comparada; por la otra, Lorenzo Hervás (1735-1809), en su Catálogo de las lenguas conocidas, creaba un vasto universo lingüístico en el que adquirían vida una multitud de lenguas de entre ellas las mesoamericanas. Era el primer gran intento de clasificar lenguas en familias y troncos buscando la lengua origen, la lengua matriz.

A éstos hay que añadir a Guillermo de Humboldt (1767-1835), quien tomando como base el análisis kantiano de la percepción -la estética trascendental- explicó la naturaleza variada del signo (hoy diríamos la arbitrariedad del signo) y diseñó su teoría sobre la relación lengua y cultura, raíz de la lingüística antropológica. Gracias al estudio de las lenguas americanas, que conoció a través de las gramáticas de Humboldt pudo diseñar un nuevo tipo lingüístico, el de lenguas incorporantes, lo cual enriqueció la naciente tipología lingüíslica.

 

Las clasificaciones de
lenguas mesoamericanas

Las innovaciones de esos tres pensadores desataron una fiebre, primero en Europa y luego en América, por comparar lenguas, buscar parentescos, y clasificarlas en troncos, familias, grupos y ramas. Tales estudios llevaron a un desarrollo de la lingüística histórica y a un de reconstrucción de lenguas matrices que enriquecieron la protohistoria de las grandes culturas de la humanidad.

Las lenguas mesoamericanas no escaparon a esta fuerte corriente del pensamiento. Por una parte, los investigadores mexicanos trabajaron para conocer a fondo las lenguas de América, y reconstruir su historia y la historia de los que las hablaron. Tal es el caso de Manuel Orozco y Berra (1816-1881), que en su Geografía de las lenguas y carta etnográfica de México propone una clasificación en 11 familias. A este mismo número llega Francisco Pimentel (1832-1893) en su Cuadro descriptivo y comparativo de las lenguas indígenas de México, si bien no coinciden en cuanto al contenido de las familias.

Numerosas investigaciones llevadas a cabo en Estados Unidos para clasificar las lenguas de Norteamérica -muchas de las cuales tienen parientes en México- fueron fundamentales para alcanzar en este difícil tema y diseñar, por encima del concepto de tronco, el de filum o philu. Así, los trabajos pioneros dee Alberth Gallatin en el siglo XIX abrieron un campo de estudio riquísimo que culminó con la clasificación de Edwarcd Sapir (1884-1939) en seis phila, publicada en 1929 en la Enciclopaedia Britannica. Gracias a mexicanos y estadunidenses, en 1941 Wigberto Jiménez Moreno (1909-1985) y Miguel Othón de Mendizábal (1890-1945) pudieron formular una clasificación muy precisa en la que distinguían ocho grandes grupos o phila con subgrupos, familias y ramas: un total de 70 lenguas, algunas extintas. La más reciente clasificación de Jorge Suárez (1927-1885), en su libro Las lenguas indígenas mesoamericanas (1995), distingue 81 lenguas agrupadas en nueve familias en la Mesoamérica que corresponde a lo que hoy es México. Es difícil conocer el número exacto de indígenas, pues en algunas, como el zapoteco, los antes tenidos como dialectos se consideran hoy lenguas.

Tema de interés en el campo de las clasificaciones es el de la glotocronología. Esta disciplina, ideada por Mauricio Swadesh (1909-1967), es una respuesta a la eterna pregunta de los orígenes humanos del lenguaje y explora los caminos para hallarlos. Con base en el léxico y en rasgos morfológicos y fonéticos, Swadesh formuló una teoría y fijó un método para internarse el cambio lingüístico y establecer grados de parentesco. En su ensayo “Tras las huellas lingüísticas de la prehistoria” (1960) diseñó unas redes donde atrapó familias, 25 siglos atrás; troncos, de 25 a 50 siglos, y phila, más de 50 siglos. Su discípulo y seguidor, Joseph Greenberg, en Language in the Americas (1987), llegó a proponer una clasificación genética para todo el continente americano integrada por tres phila: el philum esquimo-aleutiano, el na-dene y el amerindio. Su tesis, para muchos atrevida y poco firme, no deja de ser un ambicioso intento de buscar orígenes comunes a través de universales lingüísticos.

 

Ascensión Hernández de León-Portilla. Doctora en filosofía y letras por la Universidad Complutense. Desde 1975 es investigadora del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM y profesora de posgrado en la facultad de Filosofía y Letras ele esta misma universidad. Desde 1986 pertenece al Sistema Nacional de Investigadores.

 

Hernández de León-Portilla, Ascensión, “Lenguas y escrituras mesoamericanas”, Arqueología Mexicana núm. 70, pp. 20-25.

 

Texto completo en la edición impresa. Si desea adquirir un ejemplar:

http://raices.com.mx/tienda/revistas-lenguas-y-escrituras-de-mesoamerica-AM070