La Fonoteca del INAH, pionera en la recopilación de las sonoridades indígenas de México

Benjamín Muratalla

La captura o grabación del sonido había sido un sueño largamente acariciado. Su invención, culminada por el estadunidense Thomas Alva Edison (1847-1931), estuvo envuelta en la magia, el misticismo y el industrialismo que marcaba a aquellos años del siglo XIX; se buscaba grabar lo poco común, como las voces del más allá, las lenguas extrañas y las músicas exóticas; no es raro, entonces, que los primeros en utilizar las máquinas de grabación fueran científicos como los psicólogos, lingüistas y antropólogos. La novedosa y rudimentaria tecnología del sonido llegó a nuestro país en el último cuarto del siglo XIX, durante el mandato de Porfirio Díaz (1830-1915), quien dio entrada a una gran cantidad de inventos provenientes del extranjero.

Era el ocaso del siglo XIX: los preceptos de orden y progreso, difundidos por el filósofo francés Auguste Comte (1798-1857), regenteaban las lides científicas, políticas y sociales de la sociedad porfiriana, cuando surgió el fonógrafo: la tecnología se había afincado como el símbolo del avance de las naciones. Pese a que entonces la gente ya estaba acostumbrada a múltiples inventos novedosos que solían difundirse en diarios y revistas, producto de la guerra de patentes principalmente en Estados Unidos, estos acontecimientos tenían en ascuas a la sociedad mexicana, que esperaba con curiosidad y regocijo alguna nueva creación de los ocurrentes sabios. Mientras en América prosperaban los fonógrafos Edison, en Francia surgía la firma de los hermanos Charles (1863-1942) y Emile Pathé (1860-1937), quienes idearon los fonógrafos que llevan su apellido; además se fundaban las primeras fonotecas en el mundo, entre las que destacan la de Viena, en 1889, la de Berlín en, 1900, y la de San Petersburgo, en 1909.

Jesse Walter Fewkes (1850-1930) fue el primer antropólogo estadunidense en usar la tecnología del sonido para el estudio de la cultura, son célebres sus grabaciones a los indios passamaquoddy y hopi a finales del siglo XIX. A partir de entonces, las grabaciones con fines de investigación se fueron haciendo comunes.

En México, las primicias en este sentido corresponden al noruego Carl Sophus Lumholtz, en 1898, al berlinés Konrad Theodor Preuss, en 1906, quienes grabaron en fonógrafo músicas y cantos de los pueblos rarámuri, cora y huichol, respectivamente. Es importante mencionar que Lumholtz registró el primer instrumento musical indígena, el “tepo” o “tepu”, considerado una deidad por los huicholes, que consiste en un tambor hecho de un tronco de árbol ahuecado con fuego y recubierto con membrana de cuero de venado; mientras que a Preuss le tocó grabar el primer canto chamánico cora, “El curso del sol”, que describe el mito de creación de ese pueblo amerindio, del noroccidente de nuestro país, analizado por el musicólogo austriaco Erich von Hornbostel.

Las primeras grabaciones etnográficas hechas por investigadores mexicanos fueron quizá las realizadas hacia 1917-1918, como la del proyecto “La población del Valle de Teotihuacán”, coordinado por Manuel Gamio, considerado el “padre de la antropología mexicana” y discípulo del destacado antropólogo estadunidense de origen alemán Franz Boas. El primer objetivo de dicho estudio era conocer de manera integral tanto el ambiente físico y biológico como la situación económica y social de esa comunidad, incluidos su idioma, usos y costumbres; conocimiento que permitiría identificar y poner en práctica los medios para fomentar el desarrollo de la población. A partir de entonces han sido innumerables los estudiosos, mexicanos y extranjeros dedicados a la grabación y estudio de las músicas tradicionales y populares del país, abriendo brechas a lomo de mula, recorriendo abruptos senderos a pie con pesados equipos y enfrentándose a situaciones difíciles, todo con el propósito de recuperar y dar a conocer las ricas expresiones musicales y lingüísticas de pueblos cercanos y remotos que conforman la diversidad cultural de México.

En el siglo XIX, la antropología surge como ciencia natural y cercana a las ciencias exactas, lo cual explica por qué la tecnología de grabación y reproducción sonora fue aplicada en un principio a estudios de filología (lenguas) y musicología: los primeros “etnomusicólogos” se abocaron a colectar ejemplos de música y cantos de diferentes culturas para realizar estudios comparativos, tanto desde el punto de vista de la física (escalas, sistemas tonales, análisis melódico y rítmico) como de la psicología. Esta concepción cobrará vigencia en México en los inicios del siglo XX al nacer la antropología con la impartición de las cátedras de etnología, arqueología e historia en el antiguo Museo Nacional. A partir de su proyecto “La población del Valle de Teotihuacán”, Manuel Gamio se convirtió en promotor de iniciativas para efectuar registros sonoros en diversos rumbos del país durante décadas, que abarcan la creación de los institutos Nacional Indigenista e Indigenista Interamericano, así como la del propio Instituto Nacional de Antropología e Historia.

En la segunda mitad del siglo XX, establecida ya una perspectiva antropológica para el estudio de las tradiciones musicales y literarias, diversas instituciones patrocinaron proyectos de investigación organizados en torno al “trabajo de campo”. El registro fonográfico se convierte en una de sus más valiosas herramientas para el posterior trabajo de gabinete. Folklore, cultura popular, tradición oral, arte verbal: así se ha transformado la definición del objeto de estudio de musicólogos, antropólogos, etnomusicólogos y otros interesados en la dimensión sonora de la diversidad cultural. En 1964 se publicó el disco de vinilo titulado Testimonio musical de México, como uno de los productos del curso “Introducción al folklore”, que el año anterior habían impartido destacados especialistas como Fernando Anaya Monroy, Gerónimo Baqueiro Foster, José Raúl Hellmer, Vicente T. Mendoza, Gabriel Moedano, Thomas Stanford, Marcelo Torreblanca, Arturo Warman e Irene Vázquez Valle, en la Escuela Nacional de Antropología e Historia, entonces ubicada en Moneda número 13, otrora sede del Museo Nacional. En dicho curso se ofrecieron los temas de introducción al folklore, la reseña histórica del folklore en México, la estética del folklore, danza, teatro, narración, creencias y música, además todo el temario fue ilustrado con muestras de lo que los profesores llamaron “muestras del folklore mexicano”.

Ese primer disco de vinilo de 33 1/3 rpm dio título a la serie que hoy lleva su nombre: Testimonio Musical de México. Durante más de cinco décadas, en este proyecto discográfico ha participado una gran diversidad de músicos, cantadores, danzantes y bailadores. La serie es una breve muestra de la enorme diversidad cultural a través de la música, los cantos y otras narrativas orales que caracterizan al país, donde se conforman las regiones y conviven las culturas musicales de México.

En este 2019, la serie fonográfica del INAH está por alcanzar el centenar de títulos publicados; en los 70 existentes hasta ahora se consignan más de 1 500 piezas musicales, cerca de 45 lenguas indígenas, alrededor de 200 géneros y más de 600 agrupaciones musicales; han intervenido más de 80 investigadores y ha participado casi un millar de músicos de diferentes latitudes.

Las piezas pertenecientes a pueblos indígenas son más del medio millar, 53 interpretadas en su lengua materna, entre las que existen cantos, alabanzas, alabados, boleros, rezos y arrullos; por supuesto, se cuenta con los cuatro grandes géneros que, según los estudiosos, incluyen nítidamente la cosmogonía amerindia previa a la conquista: el xochipitzahua, practicado entre los nahuas, dedicado al elemento femenino del cosmos; el pascola y el mitote de los pueblos indios del noroccidente, música y teatralidad propiciatoria de la fertilidad del mundo, y el maya pax de los mayas peninsulares, con la cual establecen conexión con las deidades y los ancestros.

Somos uno de los países más musicales y sonoros del mundo, nos adscribimos a todas las músicas en su contexto de diversidad; por eso afirmamos que, como el resto de nuestros congéneres, estamos hechos de sonido, somos la continuidad de la gran explosión primordial, la vibración eterna, ondulante, armónica, rítmica; en síntesis… ¡somos la música del cosmos!

El sonido viaja por el espacio-tiempo y lleva consigo nuestras músicas, cantos y palabras; nuestras culturas. Las máquinas, como por arte de magia, han logrado grabar los sonidos del pasado y del presente; lo que en otra época fueron sólo segundos, hoy en día son miles, millones y trillones de horas, de bytes en microchips; en ellos está guardada la memoria sonora de los siglos venideros, que también nos pertenecen, y en ellos el legado ancestral de pueblos y culturas que engendraron el México de hoy.

 

Muratalla, Benjamín, “La Fonoteca del INAH, pionera en la recopilación de las sonoridades indígenas de México”, Arqueología Mexicana, edición especial núm. 85, pp. 25-27.