Anecdotario arqueológico

Eduardo Matos Moctezuma

El doctor Leonardo López Luján, recibió el Premio Crónica en Cultura

 

Año con año, y desde hace diez, el diario La Crónica de Hoy viene otorgando diferentes premios a quienes considera personalidades e instituciones distinguidas de las áreas de la cultura y de la ciencia. En el caso de la primera, han sido galardonadas personalidades cuya importante labor, en sus diferentes quehaceres, ha representado aportes significativos. Allí está, por ejemplo, el nombre de Miguel León-Portilla, cuya sabiduría estará siempre presente cuando alguien desee penetrar en la búsqueda del pasado prehispánico y en defensa de los pueblos originarios de nuestro país. Por ello, mencionarlo en este acto y en este recinto que encierra el pasado y el presente de los pueblos indígenas de nuestro país no es fortuito. Por otra parte, es indispensable recordarlo pues sé que Miguel hubiera estado aquí ante el reconocimiento que en este día se le otorga a un arqueólogo cuyos merecimientos lo hacen acreedor al Premio Crónica: el doctor Leonardo López Luján.

Recibir el Premio Crónica en Cultura nos obliga a reflexionar acerca de lo que esto implica y, más aún, de ver que la arqueología, como parte del estudio del hombre, reviste a los pueblos de un pasado que había quedado enterrado al ser cubierto por el tiempo. Quiero aquí hacer una reflexión acerca de nuestra disciplina y otras ciencias. En tanto que el astrónomo mira hacia el cielo buscando el infinito, el arqueólogo mira a la tierra y penetra en ella para encontrar el tiempo que fue. En pocas palabras, busca la historia de los pueblos desde sus orígenes más remotos hasta que se transformaron en sociedades complejas en donde las relaciones sociales se daban entre el grupo dirigente y la población trabajadora. Sin embargo, necesitamos del apoyo de otras ciencias que ayudan al arqueólogo a comprender mejor el pasado: la geología, la química, la biología, la astronomía misma y muchas más que, desde sus diferentes ámbitos, enriquecen el conocimiento del hombre antiguo hasta donde el dato lo permite.

Nuestro homenajeado nació para ser arqueólogo y ser arqueólogo implica tener el conocimiento, la sensibilidad y una pasión por llegar a los arcanos de los pueblos de la antigüedad.

Leonardo no es ajeno a esto. Desde muy joven definió su quehacer de convertirse en buscador del pasado y a ello se ha dedicado con ahínco. Sus aportes a nuestra disciplina y en particular al estudio de los mexicas del Centro de México son ejemplo de entrega y dedicación.

Hurgar en el pasado no es cosa fácil. Siempre he dicho en distintos foros que los arqueólogos somos buscadores del tiempo perdido, parafraseando a Proust, pero que a veces lo encontramos. Leonardo ha cumplido cabalmente con esta encomienda. Asomarse a la ventana del tiempo por medio de la arqueología nos abre horizontes que nos permiten acceder a un pasado que se vuelve presente a través de los objetos y contextos que surgen ante nosotros con toda su carga histórica.

Hoy quiero recordar a aquel joven estudiante de secundaria que colaboraba, entusiasta, en las excavaciones del Templo Mayor. Años después, se convertía en un arqueólogo que no sólo leía sobre nuestra disciplina, sino cuyos pasos intelectuales lo llevaron a profundizar en muchos otros campos de la creación humana. Sin embargo, tener el privilegio de penetrar en las entrañas del Templo Mayor mexica reviste muchas cosas. Por un lado, era el lugar de los dioses en el que se veneraba tanto al numen del agua, Tláloc, portador de la lluvia que hacía crecer las plantas para el sustento de los habitantes, como a Huitzilopochtli, dios solar y guerrero, que guiaba a las huestes mexicas en las repetidas ocasiones de la expansión del imperio. Agua y guerra, vida y muerte, eran dos de las dualidades presentes en el principal templo de Tenochtitlan. Ante el embate avasallador de los españoles y sus aliados indígenas enemigos del mexica, los edificios del recinto ceremonial fueron de los más afectados por la espada y por la cruz. Moctezuma el Doliente, como lo llamara Alfonso Reyes en su Visión de Anáhuac, veía caer su imperio y el pueblo mexica lamentaba el abandono de sus dioses.

Pasó el tiempo y sobre la antigua ciudad tenochca se levantó la ciudad colonial. El franciscano fray Toribio de Benavente nos dice en sus escritos cómo la destrucción de la urbe era similar a las plagas del Apocalipsis. Pronto los viejos templos dieron paso a los templos cristianos. El indígena se convertía en mano de obra explotada pero en sus manos lograba, pese al infortunio, dejar su huella en los estípites, en las columnas salomónicas y en las torres catedralicias que se erguían ahora apuntando hacia el cielo. Con el tiempo una nueva ciudad se iba conformando, guardando en su seno la vieja ciudad indígena y uniéndose con la presencia colonial.

 

Eduardo Matos Moctezuma. Maestro en ciencias antropológicas, especializado en arqueología. Fue director del Museo del Templo Mayor, INAH. Miembro de El Colegio Nacional. Profesor emérito del INAH.

Matos Moctezuma, Eduardo, “Anecdotario arqueológico”, Arqueología Mexicana, núm. 161, pp. 88-89.