Con el fuego surgen las sociedades organizadas, la cultura, la cerámica. Los guardianes del fuego, los dioses viejos del hogar, son los más antiguos; los relatos sobre el origen del fuego, de igual manera –y casi universalmente–, anteceden a los que nos cuentan la aparición del Sol y la Luna, del maíz. El fuego tiene su dueño. Lo guardan celosamente un viejo, una vieja, los diablos; en algunas ocasiones se dice cómo lo obtuvieron. Rara vez se describe a sus primeros poseedores, y hay diversas maneras de conseguir el fuego. En general, los primeros dueños del fuego se niegan a compartirlo o lo reparten caprichosamente; son envidiosos, están enojados o simplemente fastidiados. Es por eso que el fuego se obtiene con engaño o robándoselo. Los ladrones son perseguidos, maltratados, marcados. El mito que se presenta a continuación se tomó de Elisa Ramírez Castañeda y Guadalupe Valdés (René Núñez, rec.), Canciones, mitos y fiestas huicholes, DGEI/SEP, México, 1982, pp. 21-25.
No había ni un pueblo en toda la tierra. Lobos, víboras y otros animales vivían en la oscuridad, pues no existían entonces ni el sol, Nuestro Padre, ni el fuego, Nuestro Abuelo.
Una vez, apareció en la laguna un animal parecido a un toro. Allí se paró. La gente lo miró con sorpresa, pues alumbraba, iluminaba, brillaba mucho. Salió de pronto y regresó por donde había venido. Diariamente llegaba a pararse en la laguna.
La gente estaba intrigada, pues no sabía qué clase de animal era. Se juntaron y fueron a orillas de la laguna, allí se quedaron esperando a que saliera. Al rato salió y allí se estuvo. Intentaron flecharlo, pero las flechas se quemaban sin dañarlo.
Un hombre sabio, un ancestro, había descubierto lo que quería el toro; y dijo a la gente que había llegado la hora, que ya se cumpliría lo que él sabía.
–Miren –les dijo–, lo que ese animal quiere es que le junten sus alimentos: yesca y leña de todas clases, para arder en ellas.
Escucharon las palabras del sabio y reunieron cuanto había pedido. El animal llegó a la laguna y allí estuvo un rato. Otra vez empezaron a tirarle con sus flechas sin lograr herirlo.
Se quedaron pensativos, nada podían hacer. ¿Cómo dominarlo? ¿Cómo quitarle aquello que el sabio había visto?
El ancestro habló nuevamente:
–Vamos a pedirle ayuda a la estrella más grande.
Como este ancestro tenía poderes, habló con él y lo trajo hasta donde estaba el animal. Le enseñaron cómo era de brillante el toro, él lo vio.
El animal salió de la laguna y tomó el camino que acostumbraba tomar. Iba a la mitad de ese camino cuando el señor estrella saltó sobre él, descascarándolo y haciendo que de su cuerpo saltaran chispas. La gente corrió llevando la yesca y la leña que tenían preparadas, las encendieron y añadieron más leña hasta que creció la lumbre.
Así fue como se adueñaron del fuego. Formaron luego un pueblo pequeño. Otras gentes no tenían fuego, vivían aislados; no los aceptaban ni permitían que se les unieran pues no habían participado en la creación de Nuestro Abuelo el fuego.
Los otros empezaron a tramar cómo robárselo, pero nunca los dejaban acercarse alrededor de la lumbre.
Un tlacuache se comprometió:
—Les aseguro que yo me lo robaré —le decía a su gente.
Fue con aquéllos, llegó con el que allí gobernaba y empezó a platicarle.
Así admitieron que se acercara a la lumbre. Allí se sentó. Empezó a preguntar dónde habían obtenido algo tan maravilloso que calentaba así. El tlacuache, que tenía frío, se calentó. Repetía:
– ¡Qué cosa tan maravillosa tienen ustedes! ¡Estoy tan a gusto! Tengo sueño, ¿me dejan dormir aquí?
–Si no vienes a robárnoslo, si dices la verdad –dijo el jefe–, te damos permiso.
–No, no vengo a robar –mintió.
Lo dejaron y el jefe ordenó a su gente:
–Vigílenlo, no sea que se lo lleve. Mientras unos duermen, otros velen. Cuando los dormidos despierten, ésos velarán que el tlacuache no se vaya.
El tlacuache escuchó las órdenes y se acostó, esperando que los otros se acostaran también.
Pusieron más leña en el fuego y se acostaron alrededor del tlacuache haciendo cinco vallas alrededor del animal, que quedó junto a la hoguera.
El tlacuache pensaba: “¿Cómo saldré?” Hizo un plan, pues tenía poder.
El tlacuache durmió a todos con su poder, todos empezaron a roncar alrededor. Calculando que ya estaban profundamente dormidos, se levantó sin hacer el menor ruido. Agarró un tizón y se lo llevó en su cola enrollada. Silenciosamente cruzó las cinco vallas hasta que salió. Cuando estuvo fuera echó a correr.
Alguien oyó el ruido y gritó:
– ¡Ya nos robaron el fuego!
Despertaron todos y lo persiguieron, pero ya no lo pudieron alcanzar, lo perdieron de vista, no supieron por dónde se había ido.
El tlacuache llegó a su casa, preparó la hoguera y prendió el fuego. La gente, en todas partes, obtuvo fuego. Así se repartió entre todos; así rindió. La cola del tlacuache se peló cuando robó el tizón, y así la tiene hasta la fecha.
Tomado de Elisa Ramírez, “Cómo apareció Nuestro Abuelo el Fuego”, Arqueología Mexicana núm. 91, p. 18.
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