Al decir “tributo en Nueva España” lo primero que viene a la mente es el denominado tributo real que pagaban los habitantes de los pueblos de indios. En su forma final, en el siglo XVIII, montaba un peso y media fanega de maíz al año. Pero esta descripción sencilla no deja ver una realidad compleja, difícil de resumir en pocas páginas. Además, los mismos tributarios que sufrían esa carga enfrentaban otras más que no se llamaban “tributo” pero en esencia lo eran, y, por otra parte, los que formalmente no eran “tributarios” –incluidos los españoles– también tenían que tributar. Es decir, casi todos pagaban impuestos de algún tipo. No nos engañemos por el tinte imperialista que nos resuena al leer la palabra “tributo”: hoy mismo pagamos nuestros impuestos a través del Servicio de Administración Tributaria.
Los tributos o impuestos se acomodan a infinidad de formas. Pueden calcularse conforme al ingreso o gasto de una persona, imponerse a cada una como capitación a tasa fija, o cargarse sobre determinada actividad. Se pueden cobrar cada vez que se hace una operación o sólo una vez al año y, según el caso, mediante pago en dinero, trabajo o especie (como ocurre con los pintores que pagan con un cuadro). Incluso, aunque parezca sorprendente, los hay voluntarios, que es el caso cuando el que los paga siente que está haciendo una ofrenda. Lo que todo tributo o impuesto tiene en común es que su destinatario es una autoridad que tiene un derecho legítimo para cobrarlo y hacer buen uso de él, aunque aquí hay materia para una larga discusión que por ahora quedará de lado.
En tiempos prehispánicos había sistemas de tributos o impuestos porque existían autoridades legítimas y organizaciones estatales y de gobierno. Los beneficiarios eran los señoríos y sus gobernantes, las casas nobles y los templos, a quienes correspondía retribuir impartiendo justicia, administrando la vida colectiva, protegiendo ante cualquier enemigo y, sobre todo, evitando la ira de las divinidades. El pago se hacía con productos diversos o con trabajo y, a veces, acudiendo a la guerra. Los privilegiados disfrutaban de exenciones, mientras que macehuales y terrazgueros – la gente común y corriente– eran los que cargaban con más tributos y menos podían defenderse de ellos, aunque si el beneficiario era un templo, y por ende una deidad venerada, es probable que pagaran con gusto y hasta con el sacrificio. Como quiera que haya sido, en universo tan complejo como el mesoamericano las diferencias entre un lugar y otro eran abismales. Además, había varios escalones de tributación, desde los de alcance local hasta los de mayor jerarquía, como cuando una autoridad (un señorío cualquiera) cobraba sus tributos y a su vez tenía que tributar a otra superior (como la Triple Alianza).
En España las formas eran diferentes pero la esencia era la misma, como lo deja ver su precedente medieval con los marcados privilegios de los nobles, las desmedidas demandas eclesiásticas y la omnipresencia de las levas. Sin embargo, las diferencias regionales no eran tan hondas. La consolidación de la monarquía a partir de finales del siglo xv había desmantelado algunos de los poderes intermedios y se acercaba a un sistema fiscal mejor estructurado, aunque no por ello exento de desigualdades y arbitrariedades. La terminología fiscal siguió (y sigue) siendo compleja y variada, pero por lo común el término “tributo” se reservó para una capitación personal o pago fijo asociado a un reconocimiento de dependencia o vasallaje. Por otro lado, debido a que se había definido un lindero más o menos claro (pero no separación) entre lo secular y lo eclesiástico, la tributación destinada a la iglesia entraba, si se puede decir así, en cuenta aparte. Pero esto no debe ocultar que el diezmo que sostenía a las catedrales, por dar un ejemplo, equivalía a una obligación tributaria formal.
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Tomado de Bernardo García Martínez, “El tributo en Nueva España”, en Arqueología Mexicana núm. 124, pp. 64 – 70.