Ecúmeno y anecúmeno

Alfredo López Austin

Entendamos por cosmos la totalidad de lo existente. La tradición mesoamericana lo ha dividido claramente en dos ámbitos. En cada uno de ellos será diferente la calidad y dimensión del tiempo y del espacio. El mundo es el tiempo-espacio de las criaturas, y en esta dimensión el conocimiento directo se adquiere a partir de los sentidos. Si se recurre a la raíz griega οἶκος (“casa”), se le puede denominar ecúmeno. En oposición, si el término anterior se modifica con una alfa privativa, el otro tiempo-espacio –el que se encuentra más allá de la percepción humana– puede recibir el nombre de anecúmeno.

El ecúmeno es la casa de las criaturas. No así el anecúmeno, que está vedado a la sustancia densa, perceptible y mundana. Ocupan el anecúmeno exclusivamente los seres de sustancia ligera, sutil e imperceptible. Sin embargo, estos seres de naturaleza ligera también ocupan el mundo, ya en forma permanente, ya en sus tránsitos periódicos o casuales.

En otro capítulo se verá cómo cada una de las criaturas tiene una doble composición, pues mientras su exterior es de sustancia densa, su alma es de sustancia sutil. Es necesario aclarar aquí que en el pensamiento mesoamericano todas las criaturas –entre ellas astros, elementos, montes, valles, cualquier ser por insignificante que sea y aun las cosas artificiales– guarda en su interior ese algo sutil que aquí denominamos alma.

El anecúmeno fue la fuente del ecúmeno. El mundo se creó por el designio de los dioses, quienes desde su propio tiempo-espacio determinaron las características de la configuración. El destino del mundo no es eterno. Llegará el tiempo en que la misma voluntad divina ordene su fin, el momento llamado butik por los antiguos mayas. Los pueblos del Centro de México esperaban su llegada con temor al final de cada periodo de 52 años, por lo que protegían ritualmente, con una gran ceremonia, el momento de la atadura del periodo saliente con el entrante.

Anecúmeno y ecúmeno están comunicados. Las fuerzas y los dioses provenientes de la dimensión divina penetran cotidianamente para dar lugar a buena parte de las transformaciones del mundo. De igual manera, los seres humanos están capacitados para dirigir a los dioses cantos, danzas, ofrendas, súplicas y oraciones. La parte interna y sutil de todo lo que se entrega en devoción puede penetrar desde los templos, plazas, atrios y altares para llegar a su destino en el otro tiempo-espacio. Los puntos de paso, a los que comúnmente se les llama portales o umbrales, no permiten un flujo franco. Todo tránsito está reglamentado, aun para los dioses.

Cabe advertir que existen en el mundo lugares cargados permanente o transitoriamente de sacralidad. Hoy son nombrados con la palabra española “encantos”, y su carácter se indica en la misma lengua con el término “delicados”, que indica que existe peligro al aproximarse a ellos o al tratarlos sin el respeto debido. El peligro de muchos de los “encantos” reside en el contagio producido por los umbrales o en estar habitados por seres de sustancia ligera. Son ejemplos de naturaleza “delicada” los templos y sus atrios, los sitios en que ocurrió un milagro, las bocas de las cuevas, los manantiales y, por lo que toca a los objetos artificiales, las imágenes y los atavíos de los dioses y santos.

 

Alfredo López Austin. Doctor en historia por la UNAM. Investigador emérito del Instituto de Investigaciones Antropológicas (UNAM). Profesor de Posgrado en la Facultad de Filosofía y Letras (UNAM).

Tomado de Alfredo López Austin, “5. El funcionamiento cósmico y la presencia de lo sagrado”, Arqueología Mexicana, edición especial núm. 68, pp. 77-89.