Leonardo López Luján, Maria Gaida
Colectada por el sabio prusiano Alexander von Humboldt a principios del siglo XIX, esta hacha de piedra fue el primer artefacto de la cultura olmeca dado a conocer en una publicación de carácter científico. Su importancia en la historia de la arqueología es mayúscula debido a la enigmática inscripción que fue grabada en una de sus caras. Por desgracia, desde la Segunda Guerra Mundial se desconoce el paradero de esta pieza.
El regalo de una vieja amistad
Cuando Alexander von Humboldt (1769-1859) llegó a la capital de la Nueva España en abril de 1803, de inmediato fue al encuentro del geólogo madrileño Andrés Manuel del Río (1764-1849), a quien había tratado tres lustros atrás, cuando ambos estudiaban en la Academia de Minas de Freiberg, bajo la tutela del profesor Abraham Gottlob Werner. Como era de esperarse, muchas cosas habían sucedido desde aquel entonces; entre otras, el diametral cambio en la vida de Del Río tras haber sido nombrado en 1795 catedrático de química y mineralogía del Real Seminario de Minas de la Ciudad de México.
Durante su estancia de casi un año en lo que hoy es nuestro país, Humboldt visitó en varias ocasiones el flamante establecimiento de enseñanza donde laboraba su viejo camarada, ubicado entonces en un bello edificio barroco que se encuentra en el número 90 de la actual calle de República de Guatemala. Allí tuvo la oportunidad de conocer el laboratorio donde Del Río acababa de descubrir el “eritronio” –elemento químico hoy conocido bajo el nombre de vanadio–, presidir varios exámenes y actos públicos, instruir a los estudiantes sobre el manejo de ciertas máquinas y obsequiar instrumental científico para el bien de la mencionada institución. El prusiano también tuvo el gusto de preparar un texto sobre pasigrafía geológica y tres ilustraciones alusivas para incluirlos en la segunda parte de los Elementos de Orictognosia de Del Río, tratado cuya primera parte se había publicado en 1795 y que Humboldt calificaría más tarde como “la mejor obra mineralógica que posee la literatura española”.
En señal de reciprocidad, Del Río no sólo llevó a su amigo a conocer las minas de Real del Monte, sino que le obsequió un hacha prehispánica con jeroglíficos que él habría atesorado durante largo tiempo, tal y como se desprende de la lectura de sus Elementos de Orictognosia (1795, 1, pp. 102-103). En efecto, en la sección dedicada a la caracterización física de la nefrita, “Jade de Algunos, ó Piedra de ijada”, Del Río señala que esta roca: “Se halla, segun parece, en el rio de las Amazonas, y tambien en esta América [septentrional]”, añadiendo a pie de página lo siguiente: “De los instrumentos cortantes y piedras taladradas por los Antiguos para llevarlas por adorno he visto aquí algunas de Nefrita, y aun con geroglíficos; pero otras son de Pórfido, Heliotropio, &c”.
En 1810, Humboldt daría fe de ese grato presente en la primera edición de sus Vistas de las cordilleras... Allí le consagra una sección entera y un grabado al hacha, reconociendo que se la regaló Del Río, señalando que era de “verdadero jade de Saussure” e identificando su origen como “azteca”, lo que no es raro dado que el estilo olmeca se definió plenamente hasta la década de los treinta del siglo XX. Humboldt se cuestiona, además, sobre la ignota procedencia del jade en el Nuevo Mundo, máxime cuando abundan los artefactos prehispánicos elaborados con dicha materia: “A pesar de nuestras largas y frecuentes excursiones por las Cordilleras de ambas Américas, jamás hemos podido descubrir el sitio del jade, y cuanto mas rara parece esta roca, mas admira el infinito número de hachas de ella que se encuentran casi por donde quiera que se remueve la tierra, en lugares otro tiempo habitados, desde el Ohio hasta las montañas de Chile”.
El hacha llega a Berlín
Al regresar a Europa en 1804, Humboldt llevó consigo un pesado equipaje que contenía su vasto muestrario de minerales y una buena selección de artefactos prehispánicos de basalto, obsidiana, jadeíta y turquesa. Es sabido que de estos últimos nunca apreció sus cualidades estéticas, sino que los coleccionaba por sus materias primas, en tanto testimonios del origen y la transformación de las rocas, y por su contenido histórico, en tanto indicadores del estadio evolutivo de los pueblos mesoamericanos a quienes consideraba simples bárbaros. Lo anterior explica por qué, al llegar a Berlín, el sabio depositó buena parte de este conjunto en el Gabinete de Mineralogía del rey de Prusia, incluidos los bellísimos artefactos que décadas más tarde serían bautizados como el Hacha Humboldt (IV Ca 4034) y el Disco Humboldt (IV Ca 215).
Hacia 1875, estos artefactos de piedra fueron transferidos por iniciativa del profesor Martin Websky del Gabinete de Mineralogía al Museo Etnológico de Berlín (dos años atrás el conde Roß, heredero de Humboldt, había entregado al mismo museo el famoso jaguar de doble cabeza cubierto con mosaico de turquesa y concha, IV Ca 4014). El profesor Heinrich Fischer de la Universidad de Friburgo, gran autoridad en el estudio de la jadeíta y la nefrita, tuvo entonces la ocasión de examinar el hacha, llegando a la curiosa conclusión de que había sido tallada en una jadeíta ¡que solamente podía provenir de Burma, el actual Myanmar!
A partir de ese momento, el hacha comenzó a aparecer en un sinfín de publicaciones y cobró gran popularidad, además de que se inició la producción de réplicas en escayola para su distribución en academias científicas y su venta a los visitantes del museo. Tales réplicas, que miden 20.7 x 8.2 x 4.1 cm, y el dibujo publicado por Philipp Valentini en 1881 nos revelan que el hacha se había roto en su extremo proximal.
Los años pasaron y, cuando se desencadenó la Segunda Guerra Mundial, las piezas más valiosas del Museo Etnológico tuvieron que ser transferidas a refugios antiaéreos dentro del mismo inmueble. Según nos cuenta Dieter Eisleb, el recrudecimiento de los combates obligó a embalar toda la colección en cajas y a enviarla, entre fines de 1941 y principios de 1942, a cuartos de seguridad en Flakturm (en el zoológico y en Friedriechshain) y al sótano del Reichsmünze en Berlín. Para mayo de 1944, se trasladaron las últimas remesas, pero ahora a las minas de Grasleben, cercanas a Helmstedt, y a las de Shönebeck, próximas a Magdeburgo. Poco antes de que concluyera la guerra, se tomó la determinación de llevar también a las minas de Grasleben aquellas colecciones que estaban en el zoológico de Flakturm, y a las minas de sal en Kaiseroda parte de lo que se encontraba en Friedrichshain. Sin embargo, parte quedó en este último lugar y, por desgracia, fue víctima del saqueo y del fuego poco después del combate final en mayo del año siguiente.
Al darse por terminada la gran conflagración, los aliados transfirieron los acervos de Grasleben y de Kaiseroda al Art Collecting Point de Wiesbaden y al Schloss Celle, donde permanecieron bajo el resguardo de los ejércitos estadounidense y británico hasta 1948. El arqueólogo alemán Walter Krickeberg fue a la sazón comisionado para recuperar la totalidad del inventario evacuado del Museo Etnológico y llevarlo de vuelta a Berlín, aunque desgraciadamente en estos últimos traslados se reportaron pérdidas adicionales. A la postre, desconocemos dónde terminó la mayoría de las piezas prehispánicas que integraban la colección Humboldt y si todavía se conservan en algún lugar. A ciencia cierta, las únicas piezas que lograron sobrevivir son una imagen mexica de la diosa del maíz (IV Ca 2), una orejera tarasca de obsidiana (IV Ca 229) y una pequeña escultura del Posclásico muy destruida (IV Ca 4).
• Leonardo López Luján. Doctor en arqueología y director del Proyecto Templo Mayor, INAH.
• Maria Gaida. Curadora de la colección mesoamericana, Ethnologisches Museum, Staatliche Museen zu Berlin.
López Luján, Leonardo, Maria Gaida, “El Hacha Humboldt. Un objeto ritual olmeca tallado en jadeitita”, Arqueología Mexicana núm. 133, pp. 56-61.