El mundo se hizo así

Elisa Ramírez

Este relato está tomado de Jesús Ángel Ochoa Zazueta, Los kiliwa. Y el mundo se hizo así, INI, México, 1978. Se ha simplificado el nombre y la ortografía de Meltí ‘ipá jalá, Coyote-gente-luna, para dar fluidez al relato. Algunos textos son cantados por el informante, quien prefirió quedar en el anonimato. El mito está muy resumido, y las hazañas de Meltí continúan a lo largo de muchas cuartillas.

El dios primordial, el creador, los primeros padres hicieron la tierra y el firmamento con su puro soplo, su pensamiento, su canto. Los mitos de nuestro país casi nunca incluyen un relato explícito de la primera creación y apenas se mencionan el caos o la nada iniciales como introducción a otros episodios.

En ese primer momento se crean y ordenan la tierra y el paisaje; se distribuyen las aguas y se traza la primera topografía que permita identificar los diversos signos de las cosmovisiones: direcciones, colores, lugares de residencia, rutas. El mundo inicial muchas veces es desfondado o anegado. Los cauces de las aguas deben hendirse. Los kiliwa cuentan que la rata canguro reparó el fondo por donde escurría; entre los coras, el murciélago es el encargado de hacer los cauces y las barrancas; los mazatecos cuentan que el tlacuache trazó el curso de los ríos. Para los tarahumaras, son los osos quienes dan forma al mundo húmedo y a las piedras blandas.

Los territorios primero se moldean, se estiran, se zurcen y reparan, se tejen –o incluso se baila sobre ellos para amacizarlos, y así crecen paulatinamente para dar cabida a los dioses menores, el hombre y los animales. En casi todos los relatos, la primera creación es modificada radicalmente por la aparición del Sol, el diluvio o por otras desgracias acaecidas en tiempos posteriores. Hechos de masa, de lodo –de algodón en una versión tepehua–, los dioses modelan a los primeros hombres y a sus compañeras. Se cuenta, entre los tarahumaras, que las personas brotaban del suelo pero sólo vivían un año y morían, como las flores. Desde el principio existieron alianzas y rivalidades entre las primeras criaturas, fueran éstas humanas, animales o divinas: luchan, crean y transforman el universo. Los hombres anteriores, intentos fallidos de creaciones primeras, fueron destruidos o se transforman al aparecer el Sol o después del diluvio: ídolos, sahuaros, montañas, huellas en el paisaje y seres del inframundo son su recuerdo.

Los mitos de creación se conservan, sobre todo, cuando forman el canto o recitativo de ceremonias, rituales y plegarias. Pocas veces son tan explícitos como en las fuentes coloniales. Entre los lacandones, los pima, los huicholes y los kiliwa, encontramos los pocos ejemplos de verdaderos “Génesis” indios. En los demás casos, los relatos se encuentran mezclados con otros mitos, con imágenes cristianas o fragmentados en cuentos, rezos, o bien en imágenes, danzas, rituales y ceremonias que no incluyen palabras.


Cuando no había nada, cuando todo era oscuridad. Cuando sólo la sombra llenaba los espacios, cuando solamente había tinieblas; cuando no había tierra, ni cielo, ni agua, ni fuego. Cuando no existían las plantas, ni se veían las estrellas en el firmamento, no tronaban en el cielo los rayos, el sol no calentaba, no había luna que marcara el paso del tiempo. Cuando no había nada en esa oscuridad, no había hombres en esa noche perpetua, llegó Meltí ‘ipá jalá.

¿Cómo nació Meltí?, ¿cómo nació la deidad Coyote-genteluna?

CANTANDO:

¿De dónde vino Meltí ‘ipá jalá’?

Nadie lo sabe.

¿Cómo es que llegó a la oscuridad

Meltí ‘ipá jalá’?

Todos lo ignoran.

Meltí llegó cargando su gran bastón. Y en esa oscuridad, en esa noche eterna, Coyote-gente- luna, con voz de coyote, gritó aullando a la negrura: “¡Yo soy Meltí ‘ipá jalá.

Meltí gritó mucho, como coyote. Pero en esa gran noche nadie le contestaba, ni nadie pudo enterarse cuánto tiempo duró aullando la deidad llegada del sur.

Como todo era oscuridad, Meltí fue su propia luz; como Meltí venía de donde todo es cóncavo y amarillo, tenía luz propia; con su propia luz iluminó aquella negrura, pues tenía pedernales grandes en las rodillas que echan chispas cuando caminaba. Llegó el gran padre con cara de coyote, y le dijo a la negrura: “¡No estás sola, yo soy la luz!”

Y así le dio la luz a la negrura. En la noche Meltí iluminó todo aquello y entonces se dio cuenta qué tan sólo él estaba.

 CANTANDO:

¡Qué triste está ahí el coyote!

El coyote, la luz y la negrura.

¡La oscuridad sobrecoge!

Aúlla el Coyote-gente-luna!

Cantó muy afligido. Como temía enfermarse de soledad, decidió que sería bueno convertirse en padre. Meltí fue al aguaje sureño. Tomó un buche de agua dulce y asperjó con ella hacia el sur, por lo que toda esa región se pintó de amarillo.

Del mismo ombligo, Meltí tomó un buche de agua salada y la sopló hacia el norte, toda esa región se pintó de rojo.

Le gustó tanto cómo iba quedando aquello que tomó otro buche de agua –y como estaba tan entusiasmado, tan contento– se llenó su gran boca de tal manera que cuando la esparció al oeste, la región se inundó. Él era gigante, posaba un pie en el golfo de Cortés y otro en el océano Pacífico. Fue así como del gran buche de agua se formó un gran mar, un mar que, por profundo y picado, resultó muy nocivo para los kiliwa; por eso toda esa región del gran mar quedó teñida de negro.

Meltí se asustó tanto que se atragantó. Ya más precavido, con gran cautela, fue al ombligo sureño y tomó un buchito de agua fresca y dulce, y la desparramó rumbo al este, haciendo un marecito, el golfo de Cortés. Este marecito era de aguas mansas, de olas pequeñas y resaca calmada y quedó reconocido como cosa buena: se tiñó de blanco.

Meltí quiso entonces ponerle nombre a cada color-región, pero no pudo porque el mundo estaba desfondado. Meltí pensó cómo corregir ese desfondamiento. Primero tenía que reconocer un centro-ombligo de arriba, así como un centro-ombligo de abajo. Fue así como se decidió escupir los aires para teñir de azul la oscuridad del cielo y patear la tierra para terregarla. Como los terrones de polvo quedaron endurecidos, la tierra se pintó de amate y Meltí la llamó “tierra para la gente divina”. Luego se fue fijando en cada rumbo y color, los fue nombrando. Pero todas esas fronteras, esos linderos en la tierra, se apellidaron eka’mát’ , tierra desfondada.

Meltí sacó un mazo de hojas de tabaco de su pecho. Tenía también una pipa sagrada de madera y barro. Trituró las hojas y luego las encendió con su pedernal y empezó a fumar. Y ahí estaba fumando el padre, y se dio cuenta de que fumar es bueno y que fumando puede seguir haciendo cosas; en cada fumada este padre iba a crear algo nuevo.

Meltí ‘ipá jalá se quedó dormido, y mientras él soñaba con el lugar cóncavo y amarillo del sur, el humo de su tabaco crecía y crecía desparramándose por el mundo desfondado. Fue así como se hicieron, con el humo de la pipa del señor padre, todos los senderos, las veredas, los caminos de la tierra y del cielo.

Cuando despertó se dio cuenta de que el humo había trabajado y que había hecho todos los senderos, las veredas, los caminos tanto de la tierra como del cielo, y se puso muy contento. Meltí tuvo ganas de cantar, pero no tenía acompañamiento. Entonces se quitó el escroto. Tomándola entre sus manos con su boca sopló: ¡Mfffff!, ¡Mfffff! ¡Mfffff!, tres veces consecutivas. Sacando de sus pulmones un gran aire infló aquella bolsa de cuero en tal forma que pudo meterse dentro de ella. Así hizo su sonaja grande y cantó, cantó y cantó.

Como el agua de los mares y las tinturas cubrían todo el territorio que el padre iluminaba, pensó que sería bueno hacer las montañas. Fue así como en cuatro fumadas construyó cuatro montañas, que distribuyó en las cuatro direcciones.

Para que su obra tuviera nombre, Meltí visitó los lugares, ombligos, mares y montañas recién creados. Realizó el recorrido siguiendo las veredas que había construido el humo de su pipa. Meltí nombró las cuatro montañas del mundo. Como todas las montanas fueron hechas por el padre, fueron tierra sagrada.

Para cubrir el cielo desfondado tuvo que quitarse el cuero cabelludo y la piel para extenderlos en la concavidad, quedando entonces detenida la tierra y el cielo dentro de una gran bolsa de cuero rojo. Como Meltí se había quitado el cuero cabelludo y el cuero de su cuerpo, se vistió con las tinturas del mundo para no tener frío. Así tenemos que Meltí, el gran padre, se pintó con los seis colores del universo y otro más que inventó. El séptimo color fue el verde.

Para cubrirse el cráneo, este personaje se puso una capa de ceniza. Ya protegido en esta forma, decidió nuevamente tomar un descanso, y aullando a la gran noche, porque seguía siendo una gran noche, dijo contento: “¡Así se hizo el mundo...! ¡Así se hizo el mundo...!, nadie debe dudarlo”.

¡Y el mundo se hizo así!

 

Ramírez, Elisa, “El mundo se hizo así”, Arqueología Mexicana núm. 89, pp. 18-19.

 

Elisa Ramírez. Socióloga, poeta, escritora para niños y traductora. Colaboradora permanente de esta revista.

 

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