El Señor de Las Limas

Por: Hernando Gómez Rueda

El 16 de julio de 1965, los hermanos Rosa y Severiano Manuel Pascual encontraron casualmente casualmente una de las piezas que llegaría a ser acaso la más citada por arqueólogos, historiadores del arte y museógrafos cuando se trata de mostrar lo más excelso del arte olmeca. El Señor de Las Limas, después de un largo sueño de más de dos mil años, despertó con unos violentos golpes en su cabeza. Su cráneo de piedra verde asomaba entre el barro del camino y era usado como yunque improvisado para romper "coyoles", duras semillas de palma que deben quebrarse para extraer su almendra. ¡Cuántos golpes debió recibir! Escasas como son las piedras en esa región, alguien quiso llevar a ésta a casa. Al desprender la arcilla para arrancarla del suelo al que se aferraba, descubrieron, asombrados, los  ojos de una figura de vivas pupilas. Corrieron entonces a dar cuenta del hallazgo de una “piedramono”, para la cual inició desde  ese momento una serie de vicisitudes.

 

LA “MATRONA DE LAS LIMAS”

Pronto llegó la gente del lugar y la escultura fue extraída de la tierra. En el lado sur del talud de la Acrópolis del sitio de Las Limas (que se asienta sobre el río Metepec, a cuatro kilómetros de Jesús Carranza, Veracruz, y a 39 km del sitio de San Lorenzo) quedó un agujero, y la pieza fue llevada a un humilde rancho vecino. Allí se fue congregando el vecindario para contemplar al magnífico personaje sentado, con las piernas cruzadas y sosteniendo a un niño en brazos. Era un ídolo fuera de lo común que suscitó la inmediata devoción, así como inevitables disputas: la posesión de este singular fruto de la tierra no escapó al conflicto agrario entre colonos y ejidatarios. Quienes acudieron por parte del Instituto de Antropología de la Universidad de Veracruz, después de recibir las primeras noticias por la prensa local, lo encontraron ya consagrado en las mentes de los lugareños como “La Matrona de Las Limas” y compartiendo el altar de la Virgen de Guadalupe, que pasó a segundo lugar, pues “la otra era más antigua”. Vestida con capa y corona de flores de papel, la figura estaba rodeada de festones, flores, palmas, incienso de copal y veladoras encendidas. No fue fácil lograr su entrega para trasladarlo al Museo de Jalapa. La comunidad demandó a cambio escuela, camino y otros beneficios. Algunas gestiones se materializaron, otras quedaron en el atiborrado limbo de las promesas. Pero la escultura estaba ya colocada sin mayor protección en un pedestal a la entrada del museo

Este descuido propició su robo y sólo por circunstancias afortunadas esta pieza invaluable fue recuperada, aunque ya sin sus iris de pirita pulimentada del color del acero

LA ENIGMÁTICA SONRISA DEL ÍDOLO

Lo que más impresiona a quien contempla al Señor de Las Limas no es la perfecta ejecución escultórica, ni los motivos -un tanto más toscos- incisos en rostro, hombros y rodillas, sino su peculiar expresión. Cierta tensión que se advierte en las fosas nasales dilatadas, así como los labios entreabiertos y el rostro que parece alzarse, le infunden vida.

Serenamente, esboza una sonrisa sutil que calificamos inmediatamente de enigmática, como si encarnara el propio misterio con el que se ha rodeado a los olmecas.

Hecha de piedra verde relativamente suave, las dimensiones de la figura -55 cm de alto y 42 de ancho-la colocan en una clase exclusiva, intermedia entre la escultura monumental olmeca -masiva o francamente colosal, principalmente sobre rocas ígneas- y la escultura menor, que comprende desde pendientes y figurillas antropomorfas hasta grandes hachas, todas de proporciones más reducidas y en gran parte realizadas en piedras finas o semi preciosas como el jade.

Hernando Gómez Rueda, “El Señor de Las Limas”, Arqueología Mexicana, núm. 19, pp. 58-61.

Hernando Gómez Rueda. Arqueólogo. Investigador de la Dirección de Investigación y Conservación del Patrimonio Arqueológico, lNAH. Titular del Proyecto Arqueológico Izapa. Texto completo en la edición impresa.

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