Xabier Lizarraga Cruchaga
Algunas formas homínidas, a lo largo de su humanización, no sólo consiguieron mejores oportunidades de vida sino también conquistar e incluso dominar el uso de elementos como el fuego, con lo que ampliaron sus capacidades de sobrevivencia y facilitaron la conquista de mayores extensiones de territorio, saliendo primero del primigenio continente africano y dando lugar a una progresiva y constante expansión por todo el planeta.
El animal humano tiene tras sí un largo y plural pasado evolutivo y una compleja y también plural historia social y cultural, devenires azarosos como la misma especie. Especie animal, mamífera, primate sorprendente por su capacidad de creación y hacedora de espacios para asentarse por un tiempo más o menos prolongado y seguir sus procesos; tan inquisitiva, que ha conseguido numerosos descubrimientos, realizado exploraciones en ocasiones insólitas, innovaciones tecnológicas: especie que consolida vínculos generando instituciones y también genera conflictos, a veces en nombre de las mismas instituciones. En escenarios naturales y creados, los grupos humanos han vivido momentos de tranquilidad y de incertidumbre, con osadías y cautelas, pues las vivencias humanas desde siempre desbordaron la mera supervivencia.
Planetización
Los orígenes de nuestros remotos antepasados y parientes evolutivos hay que ubicarlos en un punto geográfico no del todo preciso, pero como atinadamente había presupuesto Charles Darwin en el siglo xix, en el continente africano: más concretamente hacia el este y en el sur, aunque para no pocos estudiosos cabría pensar en términos panafricanos. Sin embargo, además de en África, tanto en Asia como en Europa encontramos restos de una muy variada presencia de fósiles que permiten reconocer rasgos y características corporales –en el organismo todo– que dejaron su huella en nosotros, así como una amplia evidencia de sus capacidades y expresiones comportamentales. Testimonios, tanto fósiles como los aún vivos, del surgimiento de semejanzas y diferencias entre formas biológicas que hoy reconocemos como “primos evolutivos”: los primates catarrinos (del griego κατά, “hacia abajo” y ρινος, “nariz”), tales como macacos, colobos, gibones, orangutanes, gorilas, chimpancés y bonobos; notoriamente distintos y distantes, incluso geográficamente, de los platirrinos (del griego πλατυς, “plano”, y ρινος, “nariz”) o “monos del Nuevo Mundo”, tales como los monos araña, ardilla, capuchino, ateles, tití y el mono aullador. De los catarrinos aún vivos, muchos están peligrosamente en vías de extinción, en gran medida por causa de nosotros, los Homo sapiens, que hemos ido apoderándonos del planeta todo para nuestro uso y abuso; proceso y fenómeno que podemos denominar “planetización”.
Hace alrededor de unos 65 millones de años una rama evolutiva de mamíferos da pie al orden de los primates, que se dispersó por una amplia geografía por medio de formas emergentes que compitieron con especies ya existentes; muchas consiguiendo adaptarse a muy variados y variantes climas y paisajes, lo que hizo posible que dispusieran de una cada vez más amplia diversidad de alimentos y estímulos en general. Venciendo no pocas veces difíciles barreras geográficas, como ríos, mares, cordilleras, desiertos y cañones, fueron colonizando, utilizando y modificando paisajes: vía mutaciones genéticas y la posibilidad de adecuarse a momentos y circunstancias, a través de una amplia gama de comportamientos, las formas primate sobreviven a contrastantes entornos ecológicos; desde la selva hasta la sabana, haciéndose presentes en zonas cálidas y heladas, en las grandes alturas y a nivel del mar, en valles que con suavidad terminan a orillas del mar, y en escarpadas y frías regiones rocosas; adaptándose a climas extremosos y compitiendo con una plural fauna –no pocas veces depredadora– también adaptada y necesitada de conquistar espacios, nichos ecológicos y acceso a recursos para la vida, como el alimento y el agua. Como en todo animal, los imperativos comportamentales de “agresividad”, “territorialidad”, “sexualidad” e “inquisitividad” enriquecen las posibilidades de satisfacer las necesidades que emanan de imperativos fisiológicos como “el hambre” y “la sed”, que posibilita el imperativo evolutivo de la reproducción, con frecuencia ampliando la distribución geográfica de las especies. Así, la evolución dio lugar a un amplio abanico de especies con distintivas características, pero siempre con un pasado evolutivo común; especies con debilidades al tiempo que fortalezas, poseedoras de rasgos que les permiten vencer no pocas adversidades... O las condenan a extinguirse.
Hominización
Algunas formas primate fueron adquiriendo, hace más de tres millones de años, rasgos y cualidades muy singulares, como la locomoción bípeda, un mayor desarrollo anatómico y funcional del dedo pulgar oponible, la configuración de una estructura novedosa como el pie, uñas en vez de garras, visión estereoscópica o tridimensional, desarrollo de los glúteos y nuevas curvaturas de la columna vertebral, cambios significativos en la pelvis y en no pocas capacidades fisiológicas, una reducción de cráneo facial y un incremento del cerebral para dar cabida a una mayor masa encefálica... Todo ello fue dando lugar a manifestaciones biológicas y comportamentales particulares de las especies que nos interesan en este artículo: los homínidos. De ahí que llamemos “hominización” al fenómeno y a los procesos que dieron paso a formas primates como Ardipithecus ramidus, Australopithecus (con un gran abanico de especies: anamesis, afarensis, africanus, garthi, por ejemplo), Paranthropus (con variantes como aerthipicus, boisei y robustus), Homo habilis, Homo erectus, Homo ergaster, Homo antecesor, Homo heidelbergensis, Homo neanderthalensis, y hoy se incluye al denisovan –al que se le han hecho estudios genéticos y que para algunos es una variante asiática del heidelbergensis, que en Europa da lugar a neandertales–, el Homo floresiensis y el Homo sapiens… Lista que, por lo demás, permanecerá indefinidamente inconclusa. Cabe recordar que no pocas veces los restos también son llamados con nombres coloquiales, respondiendo a anécdotas o a ciertas características; así, por ejemplo, tenemos a “Lucy” (el primer afarensis –hembra– conocido), que fue llamado así porque se descubrió cuando escuchaban la canción “Lucy in the sky with diamonds”; otro ejemplo es “Hobbit”, nombre que se le puso al hallazgo de la isla indonesa de Flores por su muy baja estatura (106 cm), que hizo pensar en el personaje creado por Tolkien. También hay que tener en cuenta que, en función de nuevos hallazgos, así como de nuevas metodologías de análisis, técnicas de fechamiento y reflexiones, la lista de los fósiles varía con frecuencia, y muchas veces los nombres que se les ponen dependen del lugar del hallazgo, de alguna característica o de algo asociado. Tampoco debe extrañar que ocasionalmente se modifique la ubicación de algunos fósiles en la taxonomía, proponiéndose algunas nuevas hipótesis y teorías. Muchos de los fósiles, no obstante, suelen clasificarse a partir de escasos fragmentos, lo que deriva en nutridas controversias entre especialistas.
Xabier Lizarraga Cruchaga. Licenciado en antropología física por la enah, maestro en ciencias antropológicas por la unam, con estudios y tesis de doctorado concluidos en el iia de la unam. Profesor investigador en la Dirección de Antropología Física del inah.
Lizarraga Cruchaga, Xabier, “Hominización, humanización, planetización. Primera Parte”, Arqueología Mexicana núm. 126, pp. 73-77.
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