La epifanía del otro: imágenes coloniales del cuerpo indio

Cuerpos mesoamericanos deshojados tras la conquista. "Y en la región de las acacias y los cactus fueron a trasplantar las flores de su llanto", lamentará, premonitorio, el "Canto de caballeros águilas". "¡Ay! ¡Entristezcámonos porque llegaron!", gemirán a través del Chilam Balam los pueblos maya.

No se lamentaban en vano. Con el advenimiento de una distinta concepción ideológica, incluso el universo de lo corpóreo supo ele profundos cambios Epifanía de un “otro" que se busco explicar con base en la visión providencialista de la historia (única admisible en el pensamiento católico de la época), acudiendo a menudo a tradiciones bíblicas como la de las 12 tribus perdidas de Israel para comprender el poblamiento de estas nuevas tierras.

Disecado en las obras religiosas y de corte lingüístico elaboradas sobre todo por escritores eclesiásticos –crónicas y memoriales, artes y vocabularios, confesionarios y sermonarios-, el cuerpo que traslucen estas obras (en especial las últimas), se nos ofrece a menudo requerido de la acción purificadora de la gracia que posibilitan los sacramentos. No se trataba ya, empero, de un continente despreciable ni siquiera para la Iglesia. Entre 1200 y l500, cabe recordar, el cuerpo adquirió nuevos significados en la concepción cristiana, afirmándose la unidad psicosomática. Al hacerse hincapié en la unidad de la persona, el cuerpo dejó de concebirse como un obstáculo para la ascención del alma (mero vestido que encubre el alimento de los gusanos), conviniéndose en un instrumento para realizarla. Al fin y al cabo, cuerpo y alma resucitarían juntos al final de los tiempos.

El interés de los evangelizadores en el cuerpo humano, sus funciones y manifestaciones, es pues comprensible; incluso como mero asiento del alma el cuerpo es el vehículo de sus pasiones, el siendo ejecutor de sus impulsos, instrumento primordial por tanto en la ejecución del pecado. Conocer las peculiaridades del cuerpo del pagano a convertir y "domesticarlo" -despojarlo de su alteridad y hacerlo entrar al  universo de lo propio, a la propia casa ( domus) era en consecuencia una tarea fundamental para cualquier evangelizador.

Ello provocó cambios profundos en la concepción de lo que era o no reprobable, como resulta claro en las obras redactadas por los frailes, que abundan en datos al respecto dado el interés de los religiosos por combatir, en privado en el confesionario o en público desde el púlpito, prácticas tales como la poligamia o la homosexualidad. La importancia que los frailes les concedieron se trasluce de manera nítida en el hecho de que en diversas lenguas, como la tzeltal, se haya empleado la voz que designa estrictamente hablando al placer carnal (en este caso mulil), como vehículo para introducir el concepto cristiano de mal o pecado. Así. sobre el molde del deleite sexual se vaciaron los conceptos de trasgresión e inmoralidad, que abarcaron desde conceptos como seducción, deleite carnal y lujuria, hasta prácticas como el adulterio, el amancebamiento o la masturbación. Que las concepciones no siempre coincidían se hace obvio en voces como "ramera", que se vierten en tzeltal como mulalvil y xcaxibat yotan uinic, que podrían traducirse como "la del deleite" y "la que desea torpemente a los hombres en su corazón". Parecería pues que estamos frente a dos percepciones si no excluyentes. al menos diferenciadas: la de la prostituta propiamente dicha y la de la lujuriosa. La ondulante manera de deslizarse que emplean las culebras (vitzvon en tzeltal, "culebrear" en castellano) sirve como imagen para describir a la mujer que se desplaza de un hombre a otro: el latino cum multis amhulante adquiere pleno sentido en el xvitzvonet yotan tzeltal: “culebrea su corazón". Y en los textos asoman también alcahuetas, afrodisiacos y diversas prácticas mágicas que muestran cómo los vestidos, las tortillas e incluso los caminos podían funcionar como vehículos para "hechizar a uno para que quiera bien a otro".

Pero no necesariamente la imagen del cuerpo que portaban los eclesiásticos se correspondía con la que percibían los propios indígenas: ni siquiera en lo relativo a su conformación y su trascendencia. Frente al Adán formado de tierra tras un acto volitivo y desinteresado de la única deidad, el hombre mesoamericano invoca su creación a partir del maíz, surgida de dioses falibles (que en ocasiones requieren de ensayos previos como asientan textos mayas) y, sobre todo, urgidos de quien los sustente y corone la creación:

No habrá gloria ni grandeza en nuestra creación y formación hasta que exista la criatura humana, el hombre formado. Así dijeron[...] Ha llegado el tiempo del amanecer, de que se termine la obra y que aparezcan los que nos han de sustentar y nutrir […] Que aparezca el hombre, la humanidad, sobre la superficie de la tierra. Así dijeron” (Popol Vuh, 1980, pp. 14 y 61)

Tampoco los lenguajes milenarios del cuerpo pudieron acallarse para siempre; siguió expresándose con centenares de voces, signos, símbolos, significados, gestos, posturas e inflexiones sonoras, a la vez que cifras y medidas, espesores y longitudes, patologías y miserias. Y mucho menos pudo acallarse la sensualidad de los lenguajes corpóreos vinculados al placer, donde coincidían dominadores y dominados, como bien entendió algún sabio maya:  “... no acabarán por completo el tiempo de la Flor de Mayo y los hombres de la Flor de Mayo dentro del cristianismo" (Libro de los libros del Chilam Balam, 19,"1. p. 90).

 

Tomado de Mario Humberto Ruz, “De cuerpos floridos y envolturas de pecado”, Arqueología Mexicana núm. 65, pp. 22-27.

 

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