Rodrigo Liendo Stuardo, Laura Filloy Nadal
Entre julio de 1791 y agosto de 1885, el mal llamado Calendario Azteca estuvo expuesto a la vista de los transeúntes en la torre poniente de la Catedral metropolitana. Su silenciosa pero imponente presencia fue motivo de curiosidad, admiración, interés científico e, inclusive, codicia. En este sentido son sorprendentes las cambiantes actitudes ante el monolito de Édouard Pingret y Léon Méhédin, dos artistas franceses que residieron en México en la segunda mitad del siglo XIX.
México, 1850-1854
A los 62 años de edad y debido a razones económicas, Edouard Henri Théophile Pingret (1788-1875) decidió emigrar de París para buscar fortuna en México valiéndose de sus dotes artísticas. Tal y como lo narra su biógrafo, el arquitecto José Ortiz Macedo, este pintor oriundo de Saint Quentin se había formado desde la adolescencia en los talleres de de dos célebres abanderados de la escuela neoclásica: Jacques-Louis David y Jean-Baptiste Regnault. Ya en su madurez, Pingret alcanzó cierta notoriedad –aunque no la esperada por él mismo– por su retrato del rey Louis-Philippe y por una serie de cuadros costumbristas elaborados durante un viaje por el norte de África.
En 1850, Pingret desembarcó en el puerto de Veracruz y realizó estancias sucesivas en Xalapa, Córdoba y Orizaba. Al llegar a la capital de la joven nación, rápidamente supo introducirse en los medios políticos más influyentes y obtener encargos importantes, entre ellos la realización de los retratos del general Mariano Arista, del arzobispo de Puebla y de algunos familiares de Antonio López de Santa Anna. Pero si Pingret es bien conocido en la actualidad, se debe más a sus óleos sobre la vida cotidiana, algunos de los cuales se expusieron en la Academia de San Carlos en 1853 y forman hoy parte de las colecciones del Banco Nacional de México.
Como muchos extranjeros de aquella época, Pingret pronto quedó cautivado por las antigüedades prehispánicas. Una abundante información aún inédita nos habla de sus estrategias de adquisición de objetos arqueológicos, del contenido de su colección y de sus distintos proyectos para el Musée des antiquités mexicaines del Louvre, posteriormente llamado Musée des antiquités américaines. En los archivos centrales de los Musées nationaux de France se conservan numerosas cartas que el pintor envió a las autoridades de dicha institución de 1851 a 1855 y de 1863 a 1866, así como un bello manuscrito con acuarelas que describe los principales objetos de su propiedad (AMN. a5-1864). Además, el Musée du quai Branly de París adquirió en 2001 un segundo ejemplar con variantes del mismo manuscrito (MQB 70.2001.33.1) y, en 2005, un cuaderno de dibujos (MQB 70.2005.8.1) también de piezas colectadas en México.
A través de amigos como Ernest Masson, un rico paisano suyo avecindado en Tacubaya, y del español Lorenzo de la Hidalga, el arquitecto favorito del gobierno de Santa Ana, Pingret reunió en unos cuantos años cerca de 2 000 objetos de cerámica, piedra, madera y metal, muchos de los cuales eran burdas falsificaciones producidas por una industria local ya entonces floreciente. Con cinismo, informa en una de las cartas dirigidas a las autoridades francesas que “el profundo desinterés de los mexicanos por las antigüedades de su país alienta la esperanza de procurarse de ellas a bajo precio” (AMN. a5-1851).
El interés de Pingret por las réplicas
Al enterarse por la prensa parisina que dentro del mismísimo Louvre había abierto sus puertas en 1850 el Musée des antiquités mexicaines, Pingret tuvo la idea de elaborar para la naciente institución tres réplicas de los monolitos prehispánicos más insignes. El pintor lo hizo convencido, pues en su manuscrito afirma con vehemencia: “La utilidad de las copias es… incontestable. Los gobiernos que se han sucedido en Francia desde [17]89 han promovido esta parte de las artes” (MQB 70.2001.33.1: 35). Y en una carta del 4 de noviembre de 1851, enviada desde México al conde de Nieuwerkerke, director de museos, le sugiere que “sería muy preciado para el museo de París y para los estudios de la ciencia hacer tomar las improntas del gran calendario azteca [la Piedra del Sol], del altar de los sacrificios [la Piedra de Tízoc] y del famoso ídolo Teoyatimiqui [la Coatlicue], antigüedades que están muy bien conservadas. Yo lograría hacerlas moldear y le enviaría a usted los moldes o sus vaciados en yeso” (AMN. A5-1851). En el margen de esta misiva, Pingret precisa: “Estas antigüedades fueron moldeadas en 1820 por un amateur inglés que hizo él mismo moldes muy incorrectos. Yo tendré aquí a un especialista milanés”. Es claro que el pintor se refiere aquí a las imperfectas réplicas que elaboraron el showman británico William Bullock y su hijo en 1823 para su exposición del año siguiente en el Egyptian Hall de Londres. Gracias a las pesquisas de Kristaan Villela, sabemos que de estas últimas solamente ha logrado sobrevivir la sección central de la Piedra del Sol, la cual se encuentra en las bodegas del National Museum of Scotland en Edimburgo.
En la misma carta de Pingret, otra anotación marginal nos da detalles sobre sus planes para transportar las futuras réplicas hasta la capital francesa: “El calendario sería dividido en 8 o 12 partes, la piedra del sacrificio igualmente y el ídolo de la guerra en dos partes. Los gastos de transportación de México a Veracruz en servicio ordinario, son 20 días de esto; por mar, navío de vela, cuyos gastos son poco considerables, dos meses de travesía”.
Liendo Stuardo, Rodrigo, y Laura Filloy Nadal, “La Piedra del Sol en ¿París?”, Arqueología Mexicana núm. 107, pp. 16-21.
• Marie-France Fauvet-Berthelot. Doctora en prehistoria por la Université de Paris I-Sorbonne. Miembro del Consejo de la Société des Américanistes de París.
• Leonardo López Luján. Doctor en arqueología por la Université de Paris X-Nanterre. Miembro del Consejo de la Société des Américanistes de París.
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