Este monumento ha sido descrito repetidamente; sin embargo, basta rodear la vitrina en que se encuentra para apreciar un detalle siempre omitido, excepto por Beltrán: bajo los brazos hay sendos agujeros perfectamente circulares, de unos tres centímetros de diámetro. Tales perforaciones no se requirieron para conformar el volumen de la pieza, ni para ejecutar su talla: se hallan dentro de la acanaladura que separa los antebrazos de la cintura, a la altura de los codos, y pasan hacia la cavidad entre el vientre y las piernas, bajo la espalda del niño; muy difícilmente se observan desde el frente. Lógicamente, dichos agujeros se hicieron para permitir el paso de una cuerda que facilitaría sostener la pieza, cuyo peso se ha estimado en 60 kg, cifra acaso un poco mayor a la real. Empero, esto se justifica sólo en caso de que fuera transportada con cierta frecuencia o en trayectos de alguna consideración. La escultura puede ser eventualmente cargada en brazos por una persona y sólo un traslado relativamente largo exige soporte adicional.
Los agujeros implican transporte e indican la necesidad de asegurar la pieza, pero la razón de tal desplazamiento permanecía aún en el terreno de las conjeturas. Dos fuentes distintas concurrieron para darle sentido y proponer una hipótesis: por una parte, se han documentado entre los grupos mayas contemporáneos los rituales realizados durante los solsticios de verano e invierno, que implican el traslado de una estatua de un templo a otro, del sur al norte y viceversa. Estos rituales enlazan los ciclos agrícolas y los cambios de poder político y religioso con los solsticios. La observación de las declinaciones máximas al norte y sur, y los tránsitos cenitales del sol eran sin duda tan necesarios en la sociedad agrícola de hace dos o tres milenios como lo son para algunos grupos indígenas en nuestros días.
La ofrenda del niño-jaguar
Por otra parte, diversas interpretaciones coinciden en atribuir al Señor de Las Limas una muy probable relación con rituales agrícolas. La figura representa a un personaje –¿sacerdote?– en actitud de ofrendar al niño-jaguar, icono básico –o complejo iconográfico primordial, como lo ha llamado Beatriz de la Fuente– entre las representaciones olmecas. Una hipótesis de Michael Coe identifica cuatro dioses mexicas en las cabezas de perfil incisas a doble línea en hombros y piernas. Tienen la misma conformación, con hendidura superior, y se diferencian esencialmente por los elementos internos: ojos, nariz y labios. El perfil en el hombro derecho muestra el ojo abierto y un motivo de doble banda vertical con tres puntos; el del izquierdo, el ojo de serpiente con ceja flamígera; el de la rodilla derecha, tiene el ojo con bandas cruzadas y el elemento “U” invertido en la boca; el de la rodilla izquierda, un ojo en “creciente” y diente de tiburón. En estos perfiles, Coe ha visto al dios de la Primavera, la Serpiente de Fuego, Quetzalcóatl, y al dios de la Muerte, respectivamente. El complejo diseño esgrafiado en la faz del Señor de Las Limas ha sido denominado como el dios del Maíz: conforma dos rostros fantásticos alrededor de la boca y sobre la barbilla del propio personaje. El niño, para muchos un dios de la Lluvia, se distingue por su rostro “atigrado” con bandas frontal y laterales ondulantes.
Sin embargo –antes que asignarles identidades–, resulta más plausible relacionar directamente las cuatro figuras simétricas como referentes de las cuatro esquinas del cosmos, los puntos que trazan los ejes celestiales de los solsticios, significados que podríamos después asociar a deidades específicas que continuarían vigentes –con variantes– en otras culturas mesoamericanas. Esta idea se apoya en las bandas cruzadas, relacionadas al movimiento celestial, en el pecho del niño. Éste es simbólicamente ofrendado, en alusión al sacrificio infantil asociado a rituales agrícolas propiciatorios, del cual hay recientes evidencias en el sitio de El Manatí. El Señor de Las Limas aparece entonces como una escultura diseñada –por su tamaño y transportabilidad, así como por los signos que porta– para un ceremonial procesional que se bosqueja más claramente: los sacrificios infantiles propiciatorios de la lluvia realizados en las fechas determinadas por el tránsito solar.
Un encuadre fotográfico frontal siempre repetido, descripciones parciales y desde un punto de vista fijo, han redundado en el olvido de esas dos perforaciones, hallazgo menor que no obstante revela algo del carácter del Señor de Las Limas, quien pese a sus cuencas vacías continúa contemplando el orden del mundo y conteniendo acaso, como se le ha atribuido, la clave misma de la iconografía olmeca.
Hernando Gómez Rueda. Arqueólogo. Investigador de la Dirección de Investigación y Conservación del Patrimonio Arqueológico, INAH. Titular del Proyecto Arqueológico Izapa.
Tomado de Hernando Gómez Rueda, “El Señor de Las Limas”, Arqueología Mexicana, núm. 19, pp. 58-61.
Texto completo en la edición impresa. Si desea adquirir un ejemplar: